Cultura

Cuando Rubén Darío moró entre nosotros

Cercanísimo. El nicaragüense trabajó en varios periódicos costarricenses de la época y cosechó buenas amistades

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Ilustración para el centenario de Rubén Darío (Olga Cajina)

El periodo costarricense de Rubén Darío constituye una etapa sustantiva de empinado ascenso en su estelar trayectoria vital. Fueron nueve meses de felicidad personal y de avances intelectuales. Si se aprecia en conjunto su producción narrativa, poética y periodística de esta fase, se comprueba que el de San José fue para él un tiempo fructífero, poco conocido y subestimado aún. No fue un intermezzo en su carrera, sino un adelantamiento lógico y sólido.

A su amigo escritor cartaginés Rafael Ángel Troyo escribió desde París sobre “su hermosa patria, en la que –no puedo olvidarlo– he pasado horas felices en otro tiempo”.

Desde Buenos Aires ( Argentina ) se dirigió a su benefactor el general Lesmes Jiménez, “con el afecto de siempre, y recordando días para mí muy felices, en nuestro San José”.

Ciertamente, fue aquí donde incorporó el cisne a su poética, mencionó por primera vez a Paul Verlaine, estudió a criminólogos y psiquiatras, leyó a ocultistas y teósofos, se despidió de la vida tropical, y… experimentó la ilusión de la paternidad.

Arribó a Puntarenas, procedente de Guatemala, el 24 de agosto de 1891, junto con su esposa Rafaela Contreras Cañas –grávida de seis meses–, y su suegra, Manuela Cañas Hidalgo viuda de Contreras, ciudadanas costarricenses las dos, bisnieta y nieta respectivamente de Juan Manuel de Cañas, el último gobernador español de la provincia de Costa Rica.

Había contraído nupcias en San Salvador con Rafaelita. La boda civil se efectuó el 21 de junio de 1890; el matrimonio canónico se realizó siete meses más tarde en Guatemala y, a los ocho días, quedó embarazada. El niño nació en Costa Rica el 12 de noviembre de 1891 y al mes fue bautizado en el Palacio Episcopal.

Se empleó en su oficio de periodista en La Prensa Libre con Francisco Gavidia; en el Diario del Comercio , al lado de Justo A. Facio; en El Heraldo de Costa Rica , junto a Pío Víquez.

Darío marca el carácter del diarismo costarricense. “Encantadora” capital de una sociedad “europeizada y americanizada”, dijo en su Autobiografía , en cuyo parque central descubrió –“no lejos de la pila donde el amor de bronce cabalga en el cisne”– a la encarnación de una diosa: “Tú, serena, blanca, que miras con cierto desdén, y caminas con el patuit dea del poeta pagano”. Et vera incessu patuit dea : por el andar se descubrió la diosa, que dice la frase de la Eneida con la que Virgilio redondea una descripción de la apostura, la gentileza y el paso de Venus.

Ilustración para el centenario de Rubén Darío (Olga Cajina)

Un día fue a la terminal ferroviaria que “con sus extensas galeras y sus corredores abiertos presenta su techumbre sobre el fondo de los cerros lejanos y ondulados. Bajan en confusión los pasajeros. Hay jamaicanos por todas partes: hormiguea negro”. Dentro del mercado central, “entre los vendedores de legumbres, resaltan las jovencitas, que llaman al comprador con una sonrisa… Descalzas, con su vestido limpio, la cabellera arreglada, las caras rosadas, los brazos desnudos… Una tiene catorce años. Las dos colinas del país de la maternidad, apenas alzan sus cimas encantadoras”.

Extenso y verde encontró el llano de La Sabana, “como el paño de un billar digno de Goliat o de Briareo”, sobre el que se distinguían, “allá en el fondo, los cerros sinuosos y ondulados, en los cuales sinfoniza al claro y dorado sol, toda la gama del verde: verde-mar, verde acardenillado, verde que se confunde con una blancura pálida…”, y el poeta se conmovió “por la divina armonía de la naturaleza”.

En Alajuela, “la hermosa población vecina… que tiene verdes colinas y bellos montes a su alrededor”, había “agraciadas mujeres, agua cristalina, sol ardiente y áureo, flores, clima propicio a la salud”.

A Heredia, “suave, cortés, coqueta y rezadora”, cuyo torreón “parece arrancado de un castillo medieval, …se la podría llamar corronga ”; a las diez de la noche notó “una quietud monacal y somnolente que empieza a invadir la ciudad”. En la Semana Santa del 1892 fue a Limón, primera vez que se encontró con el Atlántico.

No bien partió del país y elogió a “la mujer de Costa Rica [que] posee una gracia suya encantadora y atrayente… es una belleza dulce y misteriosa, que arrastra las almas… Guardo en mi memoria una colección de rostros y de cuerpos, que ni si fuese un museo de femeninas beldades… Costa Rica es el país que en el mundo, relativamente a su población, tiene más mujeres bellas”.

El geógrafo. Darío es el primer geógrafo de nuestra literatura, a criterio de Alfonso Chase: “Es el primero en fijar, en trozos de palabras, el paisaje que luego vendríamos a hacer nuestro”.

Once son las poesías de la cosecha dariana ligadas a esta etapa porque fueron publicadas en San José, con certeza fueron escritas en el país o bien en su travesía por el Pacífico rumbo a Guatemala. Cuatro más pueden relacionarse también con el periodo. En esta fase de su producción artística, es apretada la imbricación de la poesía con el poema en prosa y el artículo periodístico, lo que hace provechosa su lectura en conjunto. El clavicordio de la abuela y Palimpsesto , a juicio de Enrique Macaya Lahmann, “anuncian ya el atisbo de su modo definidor, es decir, el recogimiento íntimo en la selección de los temas y de una estilización perfecta”.

Entre La muerte de Salomé y Un sermón , dio a conocer en la prensa josefina una oncena de cuentos originales, casi el nueve por ciento de su producción total en el género literario de narrativa breve.

En dos ocasiones se pronunció sobre las relaciones asimétricas de la América Latina con la América Sajona –“¡He ahí el enemigo!”, avisaba–: en la inauguración de la estatua del héroe de la guerra patria Juan Santamaría y durante los debates en torno al Tratado de Reciprocidad Comercial propuesto por Estados Unidos.

Mantuvo invariables sus relaciones de amistad con Aquileo J. Echeverría, Justo A. Facio, Antonio Zambrana, Tobías Zúñiga Montúfar, Camilo Mora Aguilar, el general Jiménez, Pío Víquez, Roberto Brenes Mesén, el escritor Troyo, el poeta Luis R. Flores, Ricardo Fernández Guardia y Ernesto Martín. “¡Qué nobleza, qué sangre tan pura y viva!”, atestiguaba.

La presencia continúa. Su salida hacia Puntarenas, el 10 de mayo de 1892, fue traumática para sus fieles amigos y discípulos del arte y la literatura. Un coro de lamentaciones llenó las columnas de los periódicos: Facio, Juan Vicente Quirós, Fernández Guardia, Manuel Argüello de Vars, Pío Víquez y Zambrana deploraban su ausencia tanto como anhelaban su felicidad.

Transcurrida una semana, un vecino del barrio San Juan del Murciélago decidió, con su señora esposa, bautizar a su recién nacido con el sonoro nombre de Rubén Darío Rodríguez. Así se explicó: “Es un tributo de admiración y aprecio al insigne poeta, cuya ausencia sentimos y sentiremos siempre”.

Por más de medio siglo, generaciones y generaciones de estudiantes recibimos formación ética y estética en el sistema educativo nacional bajo el influjo modernista, incluidos la lectura y el estudio de la poesía dariana. Rubén se me reveló cuando mi maestro de escuela primaria, Aquiles Carvajal nos puso a sus discípulos de Esparza del Espíritu Santo a leer el Caupolicán y la profesora de liceo, Graciela Feinzilber, nos llevó a sus alumnos de San Pedro de Montes de Oca al análisis de Románticos somos… ¿quién que es, no es romántico?”, el breve manifiesto de La canción de los pinos .

Justo y necesario es recordar la publicación masiva efectuada por La Nación, precisamente con el número 100 de su colección Leer para Disfrutar, de un libro popular en 80 páginas, al asequible precio de ¢300 el ejemplar y vendido al pregón por todos los rincones del país junto con el periódico, titulado Rubén Darío. Cien grandes poemas, atesorado hoy en bibliotecas hogareñas del país.

El autor es miembro de número de la Academia Costarricense de la Lengua, miembro correspondiente de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua.

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