Carlos Guillermo Montero Picado (cgmonterop@yahoo.com)
A partir de las celebraciones del centenario del nacimiento del artista Max Jiménez Huete (1900-1947), ha renacido el interés por su obra plástica y literaria. La reedición de su legado escrito se la debemos a la Editorial de la Universidad de Costa Rica, y muy especialmente al profesor Álvaro Quesada Soto, quien coordinó tan monumental tarea. Decía don Joaquín Gutiérrez , en una entrevista que organizó el Semanario Universidad , que Max Jiménez no era un diletante, sino que, para poder expresarse, lo hizo de diferentes maneras: poesía, prosa, escultura, grabado y pintura; a saber, que cada cosa que deseaba decir, requería de un lenguaje distinto.
En la historia del arte costarricense, Max Jiménez es, sin lugar a dudas, la figura que más ha impactado a las jóvenes generaciones de artistas.
Cuando el doctor Norbert Nobis, subdirector del Museo Sprengel de Hannover, visitó Costa Rica a propósito del proyecto Kunst Aus Costa Rica para curar la exposición itinerante que se inauguró en el antedicho museo alemán en 1992, no consideró la obra de don Max Jiménez y prefirió incluir la pintura Negros de Limón , óleo de Manuel de la Cruz González, en la Colección del Banco Central y pintado en 1936. Una razón fue que Nobis consideraba que Max Jiménez (el pintor del negro en Costa Rica) parecía más cubano que costarricense.
Condición del artista. Al terminar la Primera Guerra Mundial, el joven Max fue enviado a Londres para estudiar comercio, pero pronto se trasladó a París, donde vivió en la calle Vercingetorix. Su pasión por el arte fue tal que sus padres, para obligarlo a regresar a Costa Rica, debieron cortarle el subsidio.
La influencia de París es obvia en la obra escultórica de Jiménez; en ella, la impronta de Amedeo Modigliani y la del arte negro primitivo africano se hacen evidentes. Jiménez aprendió los rudimentos de la escultura con José De Creeft, y es anecdótico que, cuando expuso su Maternidad, en el Petit Palais, pagó a unos matones por si alguien pretendía mover su escultura.
Las cabezas que se conservan en la colección familiar son monumentales de intención, con rasgos chatos, narices anchas y labios gruesos; incluso, alguna recuerda las cabezas olmecas. Sin embargo, su identidad es lo que las hizo excepcionales hacia 1935-1937, cuando la sociedad josefina del Valle Central no estaba preparada para aceptar la modernidad. Prueba de ello es el rechazo a la obra de Francisco Zúñiga, a quien Max dedicó el artículo La dignidad plástica.
En 1936, Jiménez publicó El domador de pulgas . Varios especialistas de su obra, incluido Alfonso Chase , la han considerado un manifiesto de la condición del artista en la época. El capítulo sobre la pulga artista señala el “no” siempre, la condición negativa a la que debía enfrentarse el creador. No es casualidad que Francisco Amighetti , al referirse al salón de ese año, mencione el oneroso silencio que se cierne sobre la creación del artista en su época.
Max coincidió con su amigo en lo que al grabado en madera se refiere, e ilustró con pasión su obra, como se deduce de la gran cantidad de ilustraciones que llevó a cabo. La intensidad del lenguaje técnico y expresionista sirvió a su propósito y complementó adecuadamente su prosa y poesía.
Monumentalidad. Recordemos que Max Jiménez Huete, el autor de El Jaúl y Revena r, no fue invitado a participar en el álbum de grabados que en 1934 publicó la Tipografía Nacional. Él no permitió que se lo invisibilizara –como sí sucedió con Emilia Prieto por razones políticas–.
Jiménez decidió aprender la técnica y compró herramientas. Su ilustración, aunque ingenua, es de una intensidad que revela su angustia existencial, donde el erotismo y la muerte ocupan un espacio significativo.
Max Jiménez, muy cercano a don Joaquín García Monge, publicó, en Repertorio Americano, imágenes en blanco y negro de las pinturas que exhibió en Cuba. Regresó, además, en varias ocasiones a París, y se supone que, motivado por su amigo Francisco Amighetti, decidió incursionar en la pintura hacia 1939.
Jiménez expuso en la galería Berheim Jeune. En tesis –como la de Cecilia Pastor, Apuntes para una biografía de Max Jiménez – se muestran obras que él expuso en esa época, aún muy escultóricas; es decir, en las cuales se enfatiza el volumen mediante el modelado y la monumentalidad.
Anita ( Desnudo rojo ) es quizás la obra más representativa de ese momento. La figura abarca casi la totalidad del espacio, y sus deformaciones agresivas y eróticas recuerdan lo que señalaba el maestro Francisco Amighetti: si una de esas figuras saliera del cuadro, moriríamos al instante.
Si bien aceptamos como convención la figura estilizada, no aceptamos una imagen como esa en la realidad. La cabeza se reduce en relación con un cuerpo cuyas manos son como garras gigantescas, y el color determina su naturaleza sexual.
Pobreza, razas... Cuando Max regresa a París en la década de los años veinte, ya Amedeo Modigliani ha muerto, y adquiere una obra suya que se supone original y se conserva en la colección familiar. Es obvio que, como escultor y pintor, Max debe mucho a ese artista, aunque otros han preferido citar a Tarsila do Amaral o a Tamara de Lempicka; pero, más allá de las inevitables influencias, su obra es única y personal.
Se dice que el artista –quien utilizó las tierras verdosas para las carnaciones– no practicó la técnica mural al fresco, ni la aprendió por razones dogmáticas; sin embargo, incluyó un texto del importante muralista mexicano David Alfaro Siqueiros en el compendio de comentarios críticos sobre su obra.
Es irónico que el artista a quien más se alude por su riqueza, haya sido el hombre que más trató el tema de la pobreza. En su obra Desesperanza (1944), Jiménez reitera un grito de las razas mestizas de América. Es el equivalente al grito de Edvard Munch, el mismo que se repite en su xilografía El alto de una pulga que estaba sola , del libro El domador de pulgas.
La temática es reiterada y tiene el acento de un canto tristón en la línea abandonada del tren. Hambre bajo el sol (que se reprodujo en Repertorio Americano ) enfatiza la estructura del instrumento como en una obra de Braque. En Café con leche , como también se lo conoce, la carencia se expresa en una austeridad cromática, en un estoicismo del color y en los detalles anatómicos.
Max Jiménez murió en uno de sus viajes. Había ido a Suramérica probablemente buscando a su amigo Joaquín Gutiérrez, pero no pasó de la Argentina. Su vida se detuvo, quizás por voluntad propia.
Extracto del reciente libro del historiador del arte Carlos Guillermo Montero Picado ‘Arte costarricense (1897-1971)’, Editorial de la Universidad de Costa Rica (www.editorial.ucr.ac.cr)