Se abre el telón, como ocurría en las primeras décadas del cinematógrafo, cuando un par de pesadas telas cubrían la pantalla y los auditorios acogían igualmente al público aficionado al teatro como al del cine. A continuación, el blanco y negro, la tipografía de los créditos y la música evocan también esos viejos fotogramas, extraviados en el recuerdo de quienes fueron los primeros espectadores.
Un plano panorámico de Sevilla introduce la historia; las calles y las plazas están desiertas: “¿Dónde está todo el mundo?”, pregunta el primer intertítulo. Responde el plano detalle de una mano que sostiene un tiquete, indicador de lugar y fecha: en La Colosal, con el torero Antonio Villalta, en este 21 de abril de 1910.
Los rostros pálidos de los personajes, sus ropas largas y calientes, así como los blancos y negros, siempre luminosos, recuerdan la fotografía del mejor cine mudo. Dibujan una Andalucía ardiente y árida, brillante y polvorienta, del pasado, pero paradójicamente ajena al tiempo: más próxima al mito que a la crónica, anterior a la historia y la modernidad.
Blancanieves (2012), del director Pablo Berger, hace claras sus intenciones desde los primeros minutos: contar sin palabras y sin otros colores que el blanco y el negro. Además, Berger procura que las imágenes y la música sean suficientes para abrir un túnel a través del tiempo y la memoria, y lleven a los espectadores a las primeras décadas del siglo pasado, a un españolísimo mundo de mantillas, bailes flamencos y toreros.
Más cerca del horror. Después del éxito comercial de su primer largometraje , Torremolinos 73 (2003), Pablo Berger (Bilbao, 1963) emprendió un proyecto que entonces parecía imposible: trasladar Blancanie-ves, el cuento de los hermanos Grimm –a su vez, recogido de la tradición oral europea – a las primeras décadas del siglo XX en el sur de España.
Para sumar audacia a la propuesta, Berger optaba por una narración muda y en blanco y negro, algo que parecía insólito hasta el reciente éxito de The Artist (El artista, 2011), cinta de Michel Hazanavicius .
El origen del filme de Berger no tuvo nada que ver con el francés, si bien el buen suceso de este impulsó la última etapa de su producción. Según ha explicado el realizador bilbaíno, dos hallazgos inspiraron su nacimiento: la soberbia Greed (Avaricia, 1924), de Erich von Stroheim, que vio en una proyección especial en el Festival de San Sebastián en 1986, y una foto de la serie España oculta , de la fotógrafa Cristina García Rodero , en la que aparecían seis enanos toreros y se echaba de menos —o así sintió Berger— a su Blancanieves.
De esta manera, del cruce entre un cuento del romanticismo alemán, el más cruento y melodramático cine mudo y las imágenes de la España oculta, surge un filme en el que brillan especialmente Maribel Verdú, como Encarna (la madrastra), y Macarena García como una Carmen que recuerda a la de Bizet y que es conocida en el mundo taurino como Blancanieves pues la acompañan seis (y no siete) enanos.
Estética gótica. En setiembre del año anterior, Blancanieves se estrenó en el Festival de San Sebastián, donde obtuvo un premio especial del jurado. A continuación conquistó al público y la crítica de la península, obtuvo diez premios Goya y fue la fallida apuesta española a los Premios Oscar.
La proximidad en cuanto a propuestas y fechas hace inevitables las comparaciones con El artista , las que el filme de Berger, producido en su mayor parte antes del estreno del de Hazanavicius, soporta con notable aplomo. Sin duda, El artista es un filme superior en cuanto a encanto y brío, pero carece del atrevimiento argumental y visual de Blancanieves , una película en la que confluyen las tradiciones europeas, como la estética gótica y el romanticismo, con algunos de los más reconocibles signos de la “raza” española.
Mientras El artista era un nostálgico y dulzón homenaje a Hollywood —un lugar donde los sueños se hacen realidad—, en Blancanieves , la recuperación de las costumbres españolas incluye lo grotesco y el horror, como corresponde al país que vio nacer a Goya y a Buñuel.
El filme de Berger guarda numerosas similitudes con la filmografía de Luis Buñuel: el salvaje mundo rural, cierta mofa a las costumbres burguesas, los enanos y el necrófilo desenlace, entre otros elementos.
Pretérito y sagrado. Blancanieves es un buen pretexto para apuntar algunas cosas con respecto a la representación cinematográfica del pasado. Sin excepción, un texto fílmico es un permanente “ahora”, autónomo y presuntamente real, que se desarrolla e impone frente los espectadores; ocurre así incluso cuando evoca el “antes” o el “después”, en pasajes denominados flashback y flashforward , respectivamente. Este “ahora” del que somos testigos carece de ataduras al tiempo histórico y puede afirmarse sin dificultad como un suceso del año 1910 o del 2022.
Para construir el “antes” y el “después”, el cine se sirve de un conjunto de convenciones que se han naturalizado en los hábitos perceptivos de los espectadores, como es el recurso del blanco y negro, o de una variación en la tonalidad de la imagen, para mostrar una escena que precede al “presente” de la narración: un recuerdo o determinada información que se omitió anteriormente. De esta manera, aunque las imágenes se suceden frente a los espectadores, la narración las diferencia y hace distintas del “ahora”.
En las últimas dos décadas, la construcción del pasado ha llevado a rodar filmes en blanco y negro, enfatizando la distancia temporal de los espectadores con respecto a lo narrado. Es probable que esto haya comenzado con Schindler’s List (La lista de Schindler, 1993), de Steven Spielberg, filme sobre el exterminio judío por parte de los nazis, y ha tenido réplicas como Good Night, and Good Luck (Buenas noches y buena suerte, 2005), de George Clooney, acerca de los primeros años del periodismo televisivo y la “cacería de brujas” del senador McCarthy, y Das weisse Band (La cinta blanca, 2009), de Michael Haneke, sobre una serie de crímenes cometidos en un pueblo del norte de Alemania poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial.
Seducción y pasión. El artista y Blancanieves representan un paso adelante en este sentido: satisfacer el apetito realista del espectador. ¿Fue en blanco y negro y silente la España de principios del siglo XX? No, pero sí lo son las fotografías y películas que se conservan, así como la construcción imaginaria que hoy se tiene de entonces.
En el filme de Berger, además, la composición recuerda el cine mudo, muy especialmente al expresionismo alemán, mientras que la música sugiere los primeros años del cine sonoro, los del cine de terror estadounidense.
Asimismo, en el caso de lo pretérito mostrado en Blancanieves , este es mágico y sagrado; como mencionamos, en este cuento sin hadas encontramos una España más próxima al mito que a la historia. Todo es ceremonia y hechizo en la cuidada ambientación, en el ritual del torero cuando se viste, reza a la Virgen e invoca a la amada a través de un relicario con su imagen, en su paso elegante frente al toro, en el canto y el baile flamencos, en los violentos gestos de la madrastra.
Blancanieves rinde un homenaje a las tradiciones españolas. Lo hace como lo haría un filme mudo de los años 20 —para muchos, el mejor cine de la historia—: sin requerir la palabra ni del color para seducir, provocar la sonrisa, mostrar la pasión y el horror.
El autor es profesor de apreciación de cine de la Universidad de Costa Rica.