“Gobernación de Heredia. Julio 19 de 1859. El 17 del presente mes mandé depositar en el potrero de fondo un toro josco oscuro marcado, que han presentado a la policía, como perdido, para que el que se considere con derecho a él se presente a comprobarlo dentro del término de tres meses. Rafael Moya”.
Aquel anuncio se publicó en Crónica de Costa Rica (17/8/1859). Como él, otros de su género, localizados en la prensa de la época, ofrecen una aproximación interesante sobre tales ocurrencias.
En primer lugar, se destacan las características del animal extraviado, como su color de piel y su edad aproximada; además, se notan la presencia de marcas o sellos, que suele brindar un claro indicio de su procedencia.
Ligado a lo anterior, los anuncios daban un plazo perentorio de tres meses para su cuido y mantenimiento, según la ley vigente. Pasados los tres meses, el animal podía ser subastado públicamente, y los beneficios de la venta se entregaban, en su mayor parte, a quien había hecho el hallazgo.
Finalmente, cuando el legítimo dueño aparecía dentro del término señalado, este debía pagar el costo que había representado el “potreraje”; esto es, el consumo de forrajes por parte del animal, así como el importe del aviso que se insertaba en el periódico. Por supuesto, quien reclamaba su propiedad debía demostrar claramente su condición. En la usanza del siglo XIX, aquello significaba “legalizar” el animal.
La revisión de la prensa del siglo XIX da una imagen bastante obvia de las dimensiones que el extravío de ganado vacuno y caballar tenía en la Costa Rica de entonces.
Yeguas, novillos, vacas y mulas. A juzgar por la aparición de múltiples avisos periodísticos, un asunto bastante cotidiano era la diversidad de animales perdidos, que deambulaban por las calles o invadían predios vecinos.
Las agencias policiales eran importantes centros de poder local y disponían de potreros donde se resguardaba y alimentaba a los animales que los vecinos encontraban errantes en los alrededores de pueblos y ciudades.
Novillos sardos, toros alazanes, yeguas zainas, mulas viejas y caballos bayos formaban parte de una amplia colección de “bestias” que regularmente eran recogidas de las calles en procesión hacia caminos inciertos, y luego enviadas a un redil en espera de que sus dueños originales las reclamaran.
Algunos prospectos eran tan significativos para sus dueños que estos insertaban anuncios donde ofrecían un reconocimiento para quienes dieran con el paradero de sus preciadas posesiones:
“El que presente en esta imprenta un caballo, marcado en anca izquierda con una A, que se ha salido de un potrero en las inmediaciones de esta ciudad, recibirá media onza de gratificación” ( Crónica de Costa Ric a, 19/1/1859).
Sin embargo, esos casos eran los menos representativos si se comparan con los avisos que las autoridades encargadas de resguardar el orden hacían de animales extraviados.
Un amplio anuncio a dos columnas del Boletín Oficial (17/3/1874), suscrito por la Agencia Primera de Policía de la Provincia de San José, ofrecía la descripción de 94 animales depositados en los pastizales del municipio. Otras agencias de ciudades y poblados aledaños a la capital del país también promovían avisos de la misma naturaleza, aunque de dimensiones menores.
Lo anterior resulta de gran interés pues contrasta con la idea de modernidad, muy difundida ahora en algunos círculos académicos, atribuida a la urbe josefina de las últimas décadas del siglo XIX.
A juzgar por los indicios, encontramos una ciudad capital que combinaba rasgos de modernidad en materia de infraestructura urbana y patrones de consumo, con un conjunto de elementos que muestran un carácter aún rural: el uso constante de un precario transporte carretero, y la presencia regular de animales perdidos en las calles y caminos de pueblos y villas.
El abigeato. El robo de ganado vacuno es un aspecto que suele acompañar el caso de los animales en condición de extravío. El abigeato se asocia con el abandono y refleja la condición de un país con prácticas productivas sumamente precarias. Sobre este particular, el periódico cuzcatleco Gaceta de El Salvador (12/9/1857) daba señales del daño que el abigeato ocasionaba en esa nación:
“Debemos recordar a toda hora que el pueblo salvadoreño en su totalidad se compone de labradores, o bien es un pueblo labrador, y que, por consiguiente, necesita leyes protectoras de la agricultura y represivas de todo lo que perjudique a la seguridad que en los campos deben tener, no solo las personas sino también en todos aquellos objetos que sirven de aperos e instrumentos a la labranza, en cuyo número deben ponerse en primer lugar los bueyes, mulas y caballos de tiro y de carga y otros animales destinados a facilitar los medios de producción o a suministrar el alimento de los trabajadores”.
Como puede apreciarse, el problema del abigeato era un asunto que preocupaba hondamente a la sociedad salvadoreña dada la magnitud que aquel delito alcanzaba en el país.
Al igual que el caso de la vecina nación, Costa Rica también experimentaba el problema del robo de ganado. En El Ferrocarril (1/2/1891) se denunciaban casos de desaparición de bueyes hoscos y alazanes, de un potrero en Alajuela. Asimismo, en El Comercio (22/3/1887) se informaba de la detención de un ladrón de ganado:
“Por la policía fue capturado un tal Azofeifa, que andaba vendiendo una yunta de bueyes hermosos, los cuales no eran de su propiedad. Se ha mandado instruirle causa por abigeato. El reo ha pasado a la cárcel y los bueyes al llamado fondo o corral municipal”.
La candidez de quien llevó a cabo el hurto de los bueyes y pretendió venderlos en plena capital, no pasó inadvertida ante los ojos inquisidores de la justicia, pero sí dejó manifiesta la existencia de robos de ganado.
Casos como los ya mencionados se presentaban con regularidad en la prensa de la época y revelan un escenario de transición de un país que, en las puertas del siglo XX, combinaba huellas de ganado vacuno y caballar entre sus calles principales y caminos vecinales, con el arribo de la línea férrea y, con ella, de productos de origen exótico, esos que algunos asociaban con la noción de “progreso”.
El autor es coordinador del Programa de Estudios Generales de la UNED y profesor asociado de la Escuela de Estudios Generales de la UCR.