Durante décadas corrió el chascarrillo de que la poesía mexicana “descansa en paz” en alusión a la dificultad para desembarazarse de la influencia todopoderosa de Octavio Paz (1914-1998). En narrativa, Carlos Fuentes formó parte de ese dream team de la literatura mundial que fue el boom, junto a García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar, pero no opacó por completo la importancia de autores como Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Fernando del Paso y Jorge Ibargüengoitia.
En 1999, poco después de la publicación de Los detectives salvajes , de Roberto Bolaño –que inicia la novela latinoamericana del siglo XXI–, los escritores mexicanos Jorge Volpi e Ignacio Padilla , ambos de 32 años, obtuvieron dos de los premios españoles más importantes y se convirtieron en referentes de la nueva narrativa.
Lo que empezó siendo una broma entre amigos, con manifiesto incluido, terminó convirtiéndose en algo serio: la autodenominada generación del crack , de la que también forman parte Eloy Urroz y Pedro Ángel Palou.
Narrativas mexicanas hay muchas, pero, si se las interpreta como una sola tradición, es quizás la más visceral, diversa y sofisticada del continente, irreductible a unas cuantas corrientes o estilos.
La impronta de violencia, terror y decapitaciones del sexenio del exmandatario Felipe Calderón (2006-2012) es predominante, hasta el punto de que el escritor y periodista Sergio González titula uno de sus libros El hombre sin cabeza (2009); no obstante, para referirse al tema, esta tendencia convive con muchas otras.
Volpi publicó su trilogía del siglo XX, integrada por las novelas En busca de Klingsor (1999), El fin de la locura (2003) y No será la Tierra (2006), además de relatos y ensayos, y se colocó como el más fuerte aspirante para suceder a Fuentes en el panorama literario internacional.
En la otra orilla se encuentra el magistral Hugo Hiriart, de 71 años, autor de Galaor, valorada como “la mejor novela de caballerías del siglo XX”, quien cultiva el arte de la brevedad por medio de glosas y comentarios eruditos que sortean con ingenio el caos del mundo.
En la última década surgió el fenómeno de la llamada “narcoliteratura”, que también ha estimulado a escritores extranjeros, pero las propuestas más radicales provienen de autores que han descubierto una avasalladora y delirante poesía en la violencia, la corrupción y el lenguaje transfronterizo, contaminado por la relación simbiótica que mantiene México con Estados Unidos. Al frente de este grupo se encuentran narradores imprescindibles, como Yuri Herrera y Julián Herbert.
Al igual que en otros países, algunas escritoras se asoman a las formas extrañas y terribles que asume la vida cotidiana. Entre las más interesantes están Daniela Tarazona y Guadalupe Nettel. La primera, de 35 años, publicó El beso de la liebre (2012), una fábula sarcástica en la que una tercermundista Wonder Woman aprovecha sus poderes de superheroína para hacer el bien y todo le sale mal.
Nettel es conocida por sus universos paralelos e inquietantes en libros de cuentos como Pétalos y en la novela El cuerpo en que nací , y obtuvo recientemente el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con el bestiario El matrimonio de los peces rojos.
Letras de plomo. No sin ironía, a Élmer Mendoza se lo llama “el capo de los capos” de la narcoliteratura, y es un consumado artífice de la novela negra. La crítica lo señala como el primer narrador que interpretó el fenómeno del tráfico de estupefacientes y sus ramificaciones a ambos lados de la frontera.
De Mendoza escribió el novelista español Arturo Pérez Reverte: “Es mi amigo y mi maestro. La Reina del Sur nació de las cantinas, del narcocorrido y de sus novelas”.
Algunas de sus obras fundamentales son Un asesino solitario (1999), El amante de Janis Joplin (2001), Efecto tequila (2004, Premio Dashiell Hammett de Novela Negra), Cóbraselo caro (2005) y Balas de plata (2008, Premio Tusquets).
La narcoliteratura presenta dos vertientes principales: una policíaca –en la que se inscribe Mendoza– y la otra literaria. Para Emiliano Monge, uno de sus principales participantes, “la segunda aborda el fenómeno no como personaje sino como escenario, como un espacio en el que tienen cabida tanto las historias de amor como la emigración y los parricidios. El aumento de la violencia social va siempre acompañado del aumento de violencias más íntimas”.
Esas características definen bien a Yuri Herrera, autor de novelas breves y esenciales como Trabajos del reino (2004), Señales que precederán al fin del mundo (2009) y La transmigración de los cuerpos (2013). En sus historias se mezcla la influencia de Homero y de la tradición clásica con la música norteña, el habla popular y la ominosa sombra de la muerte que permea todas las circunstancias humanas y les da una nueva dimensión temporal y metafísica.
El lugar que dejó Fuentes. Con la publicación de Arrecife (2012), el escritor y periodista Juan Villoro –conocido por sus reportajes culturales y crónicas sobre futbol– justificó por qué durante años se lo consideró el heredero de Fuentes.
Desde su primera novela, El disparo de argón (1999), es un agudo intérprete de la sociedad contemporánea. En 2004 recibió el Premio Herralde por El testigo, que sigue siendo su libro más importante, y en la que disecciona los mitos mexicanos y los rituales de la corrupción política a partir de la figura del poeta modernista Ramón López Velarde.
Como otros títulos de la reciente narrativa mexicana, Arrecife se sitúa en una civilización postapocalíptica –como la llamó el ensayista Carlos Monsiváis– cuyos puntos de referencia son la decadencia moral, el culto al dinero –y al blanqueo de dólares– y el sinsentido existencial. Un hotel de playa en el Caribe, La Pirámide (otro mito local), recrea un reality show para turistas de la adrenalina, aventuras aparentemente reales en un zapping de apariencias.
La trama, ferozmente verosímil gracias a una vertiginosa ráfaga de diálogos, toca las obsesiones del México actual, desde el narcotráfico a los conflictos con los Estados Unidos, sin olvidar que la violencia es parte del espectáculo. La muerte es un acto de representación. “El tercer mundo existe para salvar del aburrimiento a los europeos”, dice uno de los personajes.
Daniel Sada, uno de los principales novelistas de su generación, murió en 2011 a los 58 años. Al igual que Villoro, obtuvo el Premio Herralde, con Casi nunca (2008), aunque se había consagrado con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), una novela-río de 650 páginas escrita en un estilo coloquial que representa “un matrimonio loco de Cantinflas y Góngora”, en palabras de Fuentes.
La obra de Sada es relativamente poco conocida para el público masivo y constituye uno de los proyectos literarios más ambiciosos de la ficción latinoamericana reciente; parte de una geografía imaginaria para llegar al corazón de la tragicomedia mexicana.
A la vez barroco y popular, Sada declaró que “el coloquialismo es tan complejo como la metafísica”. Al explicar la sorprendente vitalidad de la narrativa contemporánea de su país, dijo: “Nunca nadie puede decir la última palabra sobre México. Su realidad será sucia, sí, pero de una suciedad muy especial. Excremento y dulzura”.
El autor es escritor costarricense. Su novela ‘Larga noche hacia mi madre’ se presentará este jueves a las 6 p. m. en la Sala de Ensayos de la Compañía Nacional de Teatro (en la antigua Aduana).
Recomendaciones.
- Balas de plata (Tusquets, 2007), de Élmer Mendoza.
- Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe (Tusquets, 1999), de Daniel Sada.
- Arrecife (Anagrama, 2012), de Juan Villoro.
- Obra reunida (Alfaguara, 2013), de Mario Bellatín.
- El ejército iluminado , de David Toscana (Alfaguara, 2013).
- La tejedora de sombras (Planeta, 2012), de Jorge Volpi.
- Nación TV. La telenovela de Televisa (Mondadori, 2013), de Fabrizio Mejía Madrid.
- Señales que precederán al fin del mundo (Periférica, 2009), de Yuri Herrera.
- Canción de tumba (Mondadori, 2012), de Julián Herbert.
- Temporada de caza para el león negro (Anagrama, 2009), de Tryno Maldonado.
- El cuerpo en que nací (Anagrama, 2011), de Guadalupe Nettel.