En la tradición literaria costarricense hay escritores con un fuerte trasfondo filosófico, uno elaborado sistemáticamente, y que, además de producir ensayos y textos de pensamiento en su severa disciplina, generan también poesía y narración, no como adorno secundario, sino como una expresión alterna e igualmente importante.
Entre los casos más notables pienso en Roberto Brenes Mesén, en Moisés Vincenzi (olvidado novelista que merece resurrección editorial), en León Pacheco y en Abelardo Bonilla. En los tiempos actuales, ese gran nombre es el de Rafael Ángel Herra, de extracción filosófica alemana y francesa.
A pesar de este introito, no es tanto a sus afanes filosóficos a los que quiero referirme, sino a los literarios, en los que Herra ha ganado justa nombradía, desde los tiempos iniciales de La guerra prodigiosa (1986), los intermedios de Viaje al reino de los deseos (1992), y ahora, en total madurez , D. Juan de los manjares (2012), para citar tan solo los tres títulos, a mi juicio, más importantes de su narrativa (para mayor concisión, dejo por fuera otra novela, así como sus libros de relatos) y que ilustran muy bien su trayectoria.
Las dos primeras novelas tendían más a lo maravilloso que a lo fantástico, siendo recreaciones de viajes iniciáticos, alegorías del destino humano, con una alta carga moral y ética que, sin embargo, no renunciaba al placer y al deseo (como lo ilustra muy bien el segundo título mencionado).
El autor echaba mano del relato hagiográfico y caballeresco; hizo renacer a santos y demonios en querellas prodigiosas, y dragones y quimeras gnósticas surgían en paisajes imaginarios de inspiración medieval y clásica. Sin embargo, su escenografía antigua no evadía problemas contemporáneos; más bien, los abordaba desde un ángulo extraño para señalar mejor sus claroscuros.
Para nada se trataba de ese historicismo fantasioso y escapista de cierta literatura contemporánea, pensado para distraer y no para reflexionar.
Cansado tal vez de tantos quijotes, santos y quimeras de esos libros, Herra se desplaza a un nuevo ámbito, en que aparentemente abandona toda esa fantasía anterior para aterrizar –¿en un giro realista?– en cantinas, restaurantes y lechos con lascivas damiselas, en pleno San José contemporáneo.
En vez del caballero andante, un publicista seductor se vuelve personaje central. Erotismo (Don Juan) y gastronomía (los manjares) se alían en una historia (en un título) con algunos toques policiacos, escrita con un lenguaje tan fino y elegante que paradójicamente bloquea su consumación como género detectivesco.
Si en las cantinas de San José se oyeran esos diálogos tan cultos y exquisitos, sus universidades bien podrían cerrar (¡misión cumplida!) o competir con Cambridge y Oxford.
No es tanto la acción ni la trama lo que sostiene esta novela, como ocurriría en el género policiaco, sino el lenguaje y la estructura minuciosa y juguetona los que constantemente adquieren protagonismo, con las llamadas del narrador al lector y a sus personajes.
En ese sentido, es una novela engañosamente realista que –pese a sabores, olores y orgasmos– es totalmente “metaliteraria”; es decir, que apunta una y otra vez a sus propios mecanismos de escritura, una literatura cuyo objeto es la literatura misma, rasgo que, por cierto, está presente también en su narrativa anterior.
No caigamos en la trampa: aunque el autor cambia de tónica y de paisaje, esta novela mantiene su vinculación con las propuestas de su trayecto narrativo anterior.
Errar no es solo equivocarse en el camino de la sabiduría, sino también vagar sin rumbo o con uno apenas intuido, y cambiar de dirección hacia nuevos umbrales (como diría Brenes Mesén).
Eso último es lo que ha hecho el autor su la reciente novela, fiel a las letras que su propio apellido porta, cual ensalmo cabalista. La escritura como (h)errancia es antigua metáfora siempre viva. Que este movimiento sea una equivocación es algo que dudo pues la vieja maestría está ahí, caliente como fuego en panza de dragón, renovada con alquimia gastronómica, conectada por lazos invisibles a las preocupaciones filosóficas y literarias mostradas previamente en sus relatos.
Hasta el Demonio reaparece entre sus páginas, solo que en un contexto secular, fáustico al revés, en busca de algún alma que comprar, sin conseguir ninguna el pobre, quién sabe si porque ya no quedan o porque el hombre se ha vuelto más diablo que el propio Diablo.
Es esta una novela con truco. Aunque habla de cosas que suceden fuera (seducción, asesinatos, cocina), todo apunta hacia adentro del propio discurso: de aquí la insistencia del narrador en que el lector se vuelva su cómplice en el arte de fisgonear en el texto.
Se entiende entonces la afirmación de que “la literatura es el ojo de la cerradura”. Leer relatos es “samuelear” en mundos privados a través de un espacio abierto en una estructura textual. El narrador es un voyeur , o (en tico) un samueleador, y quiere seducir al lector para que haga lo mismo con su historia.