
De una forma inexplicable, a Bonnie Seymour se le ocurrió la idea de poner pintura en una lata de aerosol. Fue una de esas ideas que parecen tontas, pero que resultan ser brillantes y hacen que luego cualquiera piense: “¿Por qué no se me ocurrió a mí?”. Su esposo, Edward, aplicó esa idea. Era el año 1949, y el dedo índice del hombre apretó una válvula. De un pequeño orificio salieron partículas que quedaron suspendidas en el aire: una nube de color que poco a poco se adhirió a una superficie de concreto.
Edward y Bonnie Seymour inventaron la pintura en aerosol. Sin saberlo, ambos crearon la principal herramienta del grafiti, una forma de expresión urbana caracterizada por los trazos de color hechos con spray en lugares públicos. Esos trazos aparecieron en los años 60, junto a la cultura hip hop que tomaba forma en los barrios afroamericanos de Nueva York.
Así fue como los muros de concreto se convirtieron en lienzos, y así fue como los asientos del transporte público dejaron de ser lo que eran para transformarse en los canvas improvisados de artistas que jugaban a retar a la estética clásica mientras huían de las miradas voyeristas y las leyes.
Grafiti tropicalizado. Unos treinta años después de que TAKI 183 dejara una primera firma en una pared de Brooklyn, el grafiti llegó a Costa Rica. Eran los años 90, y las latas de spray viajaban en mochilas junto a walkmans , casetes y bolis con sabor a coco que costaban cinco o diez colones en las pulperías. Junto al spray también había patinetas y rodillas raspadas.

Algunos de los jóvenes que entonces salían del colegio a buscar un sitio donde patinar y dejar un tag (firma) con su nombre, hoy son adultos que no abandonaron sus sueños de niños y dedican su vida a llenar de color muros de concreto.
“Lo que hacemos es activar un espacio público para que la gente no solo transite por él, sino que también lo viva”, dice Piloy.
“Las paredes son como un cuaderno de dibujos, pero ese cuaderno es la ciudad entera”, afirma Mush. “Al hacer arte público tenemos una responsabilidad social y tratamos de que cada obra lleve un mensaje”, explica Ein.
Piloy, Mush y Ein tienen nombres largos y dos apellidos en sus cédulas de identidad, pero, cuando pintan, no necesitan más que cinco letras para decirle al mundo cuál es la creación de sus manos: manos libres que obedecen a la imaginación y a los rimeros de memorias que buscan salir para quedar plasmadas en otros recuerdos de otras gentes de nombres largos.
Piloy, Mush y Ein son partes de una generación de artistas callejeros que empezó en los años 90 y marcó las bases del grafiti en Costa Rica, donde este arte ha tomado fuerza en los últimos diez años.
Los tres pintores han definido su estilo y, lejos de hacer actos de vandalismo, dicen que le regalan obras artísticas a la ciudad. Se consideran muralistas urbanos, de esos que afirman que, para cualquier cosa aprendida, la mejor escuela es y siempre será la calle.
Identidades secretas. Roy no sabe hablar inglés, pero sabe hablar bribri. Sus manos están manchadas de azules y amarillos, y sus ojos se esconden detrás de unas gafas de sol que usa en las mañanas y en las noches. Roy insiste en proteger su identidad ante todo.
Hoy, el día es gris y ya comienza a obscurecer. En las gafas se refleja una obra que todavía huele a pintura fresca: el retrato de una mujer con ojos de almendra.
Roy pinta un recuerdo de los buenos días en los que caminaba por ríos y montañas hasta encontrar un clan bribri o cabécar. Hoy pinta el recuerdo de una mujer a la que vio en uno de sus tantos viajes.
“Yo soy de montaña, no de ciudad. Solo me gusta el concreto cuando hay colores encima”, dice Roy, quien no se explica cómo fue su acercamiento al arte; lo único que sabe es que pasó y que en ese momento, cuando pintaba su primer grafiti en una pared de San Ramón, se sintió más libre que nunca. Roy nunca estudió arte, Roy nunca estudió nada.

Hoy es viernes, y cuatro artistas pintan una de las paredes del Edificio Saprissa, cerca de la UCR. Roy es uno de ellos. A su lado, Yiyo está ensimismado, trazando curvas azules y verdes.
Yiyo es diseñador publicitario, aunque prefiere pintar. Cuando termina su obra, la observa de lejos, se sienta en el piso y dice que en la calle hay mejores artistas que en los museos, o que eso decía un español de renombre; y él lo cree.
Yiyo no tiene gafas, pero usa una máscara de gas. Ni él ni Roy saben explicar las razones por las que esconden sus caras, pero lo prefieren así: es parte del grafiti, dicen; es parte de la magia, aclaran. Lo aprendieron siendo toys, es decir, los nuevos en este muralismo.
Jerarquías horizontales. Según la antropóloga Marialina Villegas, en el gremio de grafiteros no existen pirámides de superiores y subordinados: aquellos que tienen más tiempo haciendo obras artísticas urbanas, son los más respetados.
Ellos son los primeros en elegir un espacio en el cual pintar, son los que enseñan a los más nuevos como mejorar los trazos y ser más precisos, son los que organizan encuentros y buscan apoyo de empresas privadas y del Estado.
Los toys pueden adquirir respeto visibilizando su trabajo y siendo parte de un grupo de grafiteros que se organizan para salir a pintar: los crews (grupos). Una obra colectiva hecha por un crew tiene mayor prestigio que una obra individual.
Entre los miembros de una agrupación se prestan utensilios para pintar, se retroalimentan, y vigilan y se protegen cuando trabajan sin permiso en un lugar.

Roy pinta a una mujer indígena. Desde que comenzó a hacer grafitis, hace cinco años, ha querido ejecutar obras pictóricas figurativas, cercanas al realismo. Roy estudia las altas luces y las sombras de una futura creación, desde que en un cuaderno de bocetos comienza a trazar las primeras líneas, que luego pasarán a una pared.
En cambio, Yiyo juega más con la geometría y las letras. Mezcla el wildstyle (letras “tridimensionales”, con flechas y brillos), el bubblestyle (letras en forma de burbuja) y el character (personajes creados por el artista).
Yiyo dice que pinta por capas, como cuando realiza un diseño en Photoshop. Pinta cuidadosamente, de lo más oscuro a lo más claro.
Cada artista se apropia de una técnica. En el grafiti, como en cualquier forma de arte, no existe un manual de pasos adecuados a la creación de una obra.
La legalidad de pintar el concreto. TAKI 183 y otros grafiteros legendarios de los años 60 eran perseguidos por los hombres de uniformes azules y pistolas en las manos. En Costa Rica, eso no pasó ni pasa. Según el Código Penal, pintar grafitis es una contravención y no un delito. Quienes pinten en propiedad privada o pública sin autorización, pueden ser castigados con una multa que un juez determinará.
Sin embargo, los mismos grafiteros han tratado de hacer sus obras en sitios donde creen que no podrían tener problemas: lotes baldíos, edificios clausurados y lugares en ruinas. Esto permite que puedan realizar su trabajo durante el tiempo que sea necesario y a cualquier hora del día.
Otros entes, como el Ministerio de Educación, el Ministerio de Justicia y Paz, y colectivos ciudadanos como Pausa Urbana, Chepe Cletas y la Asociación Pro Bulevar, han organizado encuentros de grafiti en espacios públicos y privados.
Esas obras son visibles para una gran cantidad de transeúntes apresurados, quienes, al ver color en una pared, podrían parar, observar y aprender algo de la calle, la mejor escuela de Piloy, de Mush, de Ein, pintores de los tiempos modernos.
