La astronomía es la indiscreción hecha ciencia. El telescopio es la ventana de un vecino abierta ante las calles del cielo. Los planetas, las galaxias y hasta las vagas nebulosas no pueden ya salir de noche sin que alguien les observe sus más mínimos detalles (o sea, como decimos quienes ignoramos que solamente debe decirse “mínimos”).
Ya al atardecer, el Sol apaga la luz y sale a dar una vuelta a la esquina del mundo como quien va a comprar cigarrillos que encenderá con su fuego de hidrógeno y que después apagará en los ceniceros de las manchas solares. ¿Quién sabe si el viento solar es su tos de fumador?
Una vez al mes, la Luna sale de su cuarto menguante (la falta de vivienda también es un problema en el cielo) para recoger la carta astral que le han enviado los astrólogos.
La astrología es a la astronomía lo que la alquimia es a la química, y lo que los pronósticos electorales son a los resultados.
La carta astral contiene lo que con toda seguridad suponen los astrólogos. La carta astral es la hoja de ruta que se nos perdió en el papeleo de la vida, y eso que ignoramos qué sea “hoja de ruta”, pero suena a una de esas traducciones que se hacen con audacia y diccionario.
A los ludópatas les hacen naipes astrales. Nuestras cartas astrales nunca fallan; lo que ocurre es que se las envían a otras personas.
Cuando encontramos una persona que se queja de su mala suerte, ya sabemos quién recibió nuestra carta astral. Eso le pasa por abrir lo que no es suyo.
La mala suerte consiste en tocar las puertas del destino cuando el destino acaba de salir.
El cielo, pues, guarda sus secretos a la vista de todo el mundo y de todos los mundos. El cielo se parece a las “celebridades” que hacen un circo de sus vidas, pero que, cuando se divorcian, exigen “privacidad”.
La fina indiscreción de los astrónomos nos ha obsequiado el descubrimiento de un primo de la Tierra, pero que, como vive a 560 años-luz de nuestro barrio solar, es un pariente lejano, cual esos primos que, por irse a dar vueltas por el mundo, se pierden todas las herencias.
Hablamos por escrito del planeta Kepler 10c, que toma su nombre (en realidad, se lo impusieron) del astrónomo alemán que descubrió el trazo elíptico de las órbitas del firmamento. Antes se creía que eran redondas, dibujadas con un compás que solo habría podido girar la mano de un dios de la geometría.
Kepler 10c mide 2,3 veces el tamaño de la Tierra, pero es más denso que una explicación de semiótica, de modo que pesa 17 veces más que nuestro leve planeta. Así, los keplerícolas han de ser muy pesados; hablan tonterías de sí mismos (valga la redundancia), cual la gente narcisista y mitómana.
Kepler 10c es de hierro, como Supermán, y también vuela. Cual Supermán, tiene una personalidad secreta, que somos nosotros. Su condición férrea asombra porque sus 11.000 millones de años retrasan la fecha sideral en la que ya podía haber tanto hierro caminante en el espacio; mas la ciencia es así: corrige su hoja de ruta y nos lleva a nosotros: esta vez, por los trasmundos.