El relativismo está de moda entre los intelectuales que no hacen ciencia ni técnica. Está tan de moda que temo que mis lectores se ofendan si les recuerdo en qué consiste, pero me juego el lance por si quien me lee, al igual que yo, no está a la moda posmoderna.
Dicho brevemente, el relativismo es la tesis de que no hay verdades ni valores objetivos y universales: que todo es del color del lente con que se mira, y lo que vale para una tribu no tiene por qué valer para ninguna otra. Al no haber estándares objetivos y universales, todo vale por igual: la filantropía y el canibalismo, la ciencia y la magia, tu virtud y mi vicio. Otra consecuencia es que tampoco hay progreso, ni siquiera parcial y temporario.
Las raíces y las hojas. No es casual que el relativismo sea desconocido en las facultades de ciencias, medicina o ingeniería. Los científicos buscan verdades, y los técnicos las aplican. En cambio, el relativismo prospera en las facultades de humanidades, donde no imperan estándares uniformes de calidad.
No hace falta haber estudiado lógica para advertir que el relativismo es autodestructivo. En efecto, si todo es relativo, entonces también debe de serlo el relativismo. Por lo tanto, los relativistas deberían admitir que su tesis es idiosincrática, o a lo sumo tribal, de modo que no pueden aspirar a que todo el mundo se convierta al relativismo.
Entonces, los relativistas deberían admitir que el apego al relativismo no es más justificado que la afición por la cerveza, el rock, el béisbol y el color marrón. (Otra cosa son el zumo de uvas, el tango clásico, el fútbol y el color azul.)
¿A qué se debe la difusión del relativismo y, en general, del escepticismo? Este problema es objeto de estudio de la sociología del conocimiento (y de la ignorancia). Un amigo mío, el eminente sociólogo francés Raymond Boudon, sostiene que el relativismo es un efecto perverso (no querido y maligno) del igualitarismo y del liberalismo político.
Yo disiento. La Ilustración y sus herederos promovieron la razón y la ciencia, que consideraron universales. Sus dardos apuntaban al despotismo y a la religión organizada, bastión del dogmatismo y la consiguiente intolerancia. Los enjuiciaban en nombre de la razón y la justicia.
Mi hipótesis es que el relativismo actual tiene múltiples raíces. Una de ellas es el individualismo. El individualista radical sostiene que sus opiniones no son inferiores a las de ningún otro. Se niega a sujetar sus creencias a las pruebas aceptadas por la comunidad de investigadores. Si los expertos rechazan sus heterodoxias, se siente un Galileo incomprendido.
Otra raíz es el inconformismo político acrítico, el de quienes rechazan la ciencia por creer que ha engendrado la bomba nuclear, pero no hacen uso de ella para diagnosticar los males sociales, y menos aún para curarlos. (En cambio, no tienen empacho en recurrir a la medicina científica cuando se sienten mal.) Una tercera raíz del relativismo es la creciente enajenación de las disciplinas rigurosas, que exigen un aprendizaje largo y arduo.
Una cuarta raíz es la tesis marxista de que las ideas son producto de las clases sociales, y por lo tanto están al servicio de ellas. Esta es la fuente de una célebre fórmula de Michel Foucault: “Otro saber, otro poder”, y de la tesis de Jürgen Habermas según el cual la ciencia y la técnica serían “la ideología del capitalismo tardío”. No se pregunte qué fundamento tienen estas tesis porque no lo tienen.
Además, el relativista no siente la necesidad de fundamentar nada: se contenta con hacer una afirmación tras otra. Todo sería cuestión de "discursos", nada sería cuestión de verdad ni, por lo tanto, de confrontar las ideas acerca del mundo con el mundo mismo.
Pasemos ahora de las raíces del relativismo a sus hojas. Una de ellas es la pedagogía relativista. Si no hay verdades objetivas, sino solamente opiniones equivalentes, el maestro no es un artesano docente sino un moderador, y sus estudiantes no son sus aprendices sino sus interlocutores en un pie de igualdad con él.
De hecho, así es como viene funcionando la enseñanza en las facultades de humanidades de Europa Occidental y América del Norte desde la rebelión estudiantil de los años 60. No funcionan como escuelas sino como clubes de debates, o miniparlamentos sin leyes. En algunos casos, los estudiantes formulan sus propios planes de estudio: eligen las materias fáciles y descartan las difíciles.
Esta transformación ha tenido dos efectos, uno positivo y el otro negativo. El primero consiste en el debilitamiento del dogmatismo, el autoritarismo, la rigidez y el tedio de la educación tradicional.
Nada que enseñar. Por otro lado, esta emancipación ha privado a los estudiantes de la motivación y la disciplina necesarias para aprender y analizar ideas y procedimientos difíciles, entre ellos el de la discusión informada y racional. Los graduados de la pedagogía relativista no podrán emplearse como docentes: no tienen nada que enseñar.
El rechazo del relativismo no debería llevar al absolutismo, o sea, a la tesis arrogante de que hay cuerpos del saber perfectos y por lo tanto intocables. El investigador sabe que no lo sabemos todo, y por esto investiga.
El investigador conoce también que mucho de lo que sabemos es sólo aproximadamente verdadero, y por esto sigue investigando. Es decir, el investigador es falibilista y al mismo tiempo meliorista. Sin embargo, su falibilismo no llega al punto de negar la diferencia entre el saber, por provisorio que sea, y la ignorancia.
En resumen, el relativismo es suicida e inhibe la búsqueda de verdades cada vez más ajustadas a la realidad. Es tan mal negocio como el absolutismo. La única vacuna eficaz contra ambas enfermedades es la investigación ya que quien busque encontrará algo, aunque no todo.
El autor es físico y filósofo argentino especializado en teoría de la ciencia. Llama 'filosofía exacta' la que postula. Su libro más reciente es ‘Filosofía para médicos’.