Primero la lluvia, el viento, esa música. El olor de la tierra mojada después del aguacero. Nada más rico que estar en un bosque húmedo y abrazar el árbol, tocar el musgo, querer ser parte de los diminutos animales que no están separados de la respiración de la tierra. Pasé mi infancia subida en los árboles, embarrialada en los charcos, jugando futbol en el potrero después de llover y pescando olominas de colores en las pozas de Tournón con mi hermano Roberto, cazando luciérnagas para meterlas en un frasco, metiéndome en las pozas y perdiendo ahí los zapatos nuevos de la escuela.
Ávida de leer, tuve la suerte de que mi madre era bibliotecaria en la única y verdadera Biblioteca Nacional que ha tenido este país. Lo mejor de todo es que quedaba a la vuelta de mi escuela, la República del Perú, frente al parque Morazán. Yo salía de clases y corría a “la Biblio” a esperar que mami terminase.
Yo tenía varias horas para mí antes de eso, y la biblioteca se fue haciendo un poco mía. Hacía la tarea y después me dejaba subir al segundo piso a buscar los libros que me gustaban, primero cuentos de hadas, luego libros de geografía, enciclopedias, Salgari, Agatha Christie...
Había que estarse quieta, y yo soy lo contrario. Entonces me iba por largos ratos al jardín interno, donde había una estatua de Minerva, la diosa de las artes y la sabiduría; me pregunto si la destruyeron junto con el edificio de la Biblioteca cuando se lo trajeron abajo para poner un “parqueo”. Lo más triste es que todavía no hemos aprendido a cuidar y proteger nuestros valores.
Mi primer intento de escribir poesía ocurrió a los 12 ó 13 años, cuando leí Gitanjali , de Rabindranath Tagore. Cogí la pluma fuente y llené como 12 páginas de un solo tiro. Puro verso libre, sin ninguna preocupación formal, solo quería escribir lo que sentía ¡y sentir que podía escribirlo!
En la casa teníamos una máquina de escribir pequeñita; la puse en un escritorio en el zaguán, donde apenas cabía. Soy la mayor de seis hermanos, así que anhelaba poder estar sola para leer y escribir.
Vivíamos en Barrio Amón. Gran parte de mi vida la pasé en ese lugar tan especial, donde también vivían mis abuelos maternos. Me gustaba subirme a los árboles que crecían en todas sus aceras y eran como un escondite porque en su copa densa se formaba un hueco con las ramas. Tengo muy presente el olor y el sabor amargo de esos árboles.
Hice la secundaria en el Liceo Anastasio Alfaro, donde le daban gran importancia a la creación literaria. En su periódico Petaquilla se publicaron mis primeros poemas.
La noche acurrucada entre los árboles. Salí de la casa familiar al poco tiempo de cumplir 19 años y conseguir mi primer trabajo. Esto es curioso porque dos muchachas estadounidenses necesitaban una tercera joven para alquilar un lugar y me citaron en el sótano de la casa donde habían vivido mis abuelos, ¡convertido en taberna!
Alquilamos un apartamento en el segundo piso de lo que mis amigos llamaban “la casa barco”, una vieja casona de madera a 50 metros de la Alianza Francesa. Mi primera “habitación propia” apenas daba para la cama y un pequeño librero, pero tenía una gran ventana hacia la calle, es decir, hacia el mar.
Las compañeras de apartamento fueron cambiando con el tiempo y al final me tocó el cuarto más grande. Durante años, mi apartamento-palomar-barco fue el centro de reunión de poetas, pintores, músicos y gente de teatro. Lo mejor de todo era que quedaba muy cerca de Chelles y La Copucha, ineludibles lugares de encuentro.
Andábamos juntos de aquí para allá con nuestra noche bohemia, en un San José que recorríamos hasta altas horas de la madrugada para amanecer desayunando un café y un sánguche “lápiz” en la soda El Imán.
En esos años 70, la noche era nuestra y la llenábamos de boleros y canciones de protesta (mi querida Ana Carter). La música ha estado conmigo desde siempre pues mis padres transmitieron esa pasión a todos sus hijos.
Encuentro mis primeros compañeros de viaje en los poetas españoles Pedro Salinas y Miguel Hernández, en los surrealistas franceses, Aimé Cesaire, Virginia Woolf, especialmente con su libro Las olas , que posee una fuerza poética extraordinaria que surge de su profunda conexión con la naturaleza. Federico García Lorca, Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik, Roque Dalton, Juan Gelman, Fernando Pessoa, hermanos.
Entré a la Universidad de Costa Rica a estudiar Filología y luego me pasé a Teatro. Al poco tiempo conocí a otros poetas –Mario Castrillo, Rodolfo Dada, Patricia Howell, Magda Zavala y Adolfo Rodríguez– y formamos el grupo Oruga. Hicimos dos revistas, artesanales, tanto que pintamos a mano la portada en nuestro afán de llevar el arte al pueblo.
Fui fundadora del grupo de teatro Tierranegra y actué en obras como La invasión , Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín y A ras del suelo , en la que hice el papel de la escritora Luisa González.
Luego formé un grupo de teatro para niños. Aunque solo pudimos montar una obra, fue una experiencia inolvidable en la que me acompañaron mis queridos amigos Alicia Zamora, José Luis Soto y Adolfo y Bernal Rodríguez.
Mi viaje palabra por palabra. Escribí mi primer libro, El sueño ha terminado , durante los años de “la casa barco” y lo publicó el Ministerio de Cultura tras ganar un concurso de poesía centroamericana. Ese libro es mi infancia y el final de un sueño. El segundo, Contracanto , fue algo muy diferente.
Mientras en el primer libro quise ser lo más espontánea y directa posible, con este busqué la palabra precisa, justa, casi de manera obsesiva. Siempre he querido desentrañar el misterio de la palabra poética (desentrañable quizás pues el significado se lo da cada lector).
De esa búsqueda precisamente surge el tercero y preferido de mis libros, Mariposa entre los dientes ; pero ya para entonces había dejado atrás la severidad con que traté el lenguaje en Contracanto . Me permití jugar más, masticar la poesía sin temor de perderla; ya me sentía dueña de mi propio estilo. Eso era yo.
El cuarto y último libro publicado hasta ahora, Cruce de vientos , es una colección de poemas escritos a lo largo de muchos años en diferentes países. Poemas como “Pacífico” y “Las palabras” apuntan a mis búsquedas actuales.
Mi poesía se va tejiendo dentro de un estado de ensoñación, en una mezcla de vigilia y asombro ante la vida. A partir de sensaciones o experiencias cotidianas, como ver un perro enfermo acurrucado en la acera, un árbol al que alguien le amarró un alambre alrededor del tronco, o de repente sentir que estoy a punto de majar un insecto cuando voy caminando, ver para abajo y, sí, allí está, avisándome. (Parafraseando una canción de Silvio Rodríguez, si me dijeran pide un deseo, yo pediría poder hablar con los animales.)
Generalmente, las palabras vienen de noche, es como si me buscaran cuando llega el momento. La soledad y el silencio son necesarios para aprehender eso que presentí en otros momentos. Luego sigue un lento y difícil proceso de trabajo con las palabras. Es difícil porque se trata de ser fiel a lo que se intuyó y no siempre se logra.
La palabra es poderosa, es una fuerza de la que no se puede escapar; cuando llega, llega. Puede golpear y destruir, o crear. Sin un lector o lectora, el poema queda cojo, necesita que lo abracen y lo sientan para poder volar.
He viajado bastante. Viví en Portugal y Holanda durante varios años, trabajando como editora y traductora de la agencia de noticias Inter Press Service. Esas experiencias, sobre todo las de Lisboa –ciudad increíblemente poética–, están plasmadas en mi último libro.
Mis doce años de trabajo en el INBio (hasta el 2011) consolidaron el significado de mi acercamiento-identificación con la naturaleza desde niña y la urgencia de protegerla y defenderla.
Agradezco a Juan Hernández y su Editorial Germinal por hacer realidad un sueño que tuve durante muchos años; a Mía Gallegos por su magnífica introducción a mi obra reunida en este nuevo libro: Gramática del sueño , ilustrado con mis dibujos. Y siempre a Nina, mi gatita, que me enseñó el verdadero significado del amor.