Aunque tal vez debería enfocarme solo en su obra, empezaré hablando de las lecturas de Gabriel García Márquez. A diferencia de Borges, Gabo (como le decían sus amigos) se definía a sí mismo como un mal lector, principalmente, porque dejaba de leer un libro si lo aburría: “No leo ni por respeto, ni por devoción, ni por obligación”, afirmaría en una entrevista realizada por Rita Guibert y publicada en el libro Siete voces . Márquez leía por gusto, si el libro no lo atrapaba, pues no lo concluía, y por gusto leyó y releyó Pedro Páramo (Juan Rulfo) hasta casi memorizarlo, también Edipo Rey (Sófocles), la que consideraba una obra de estructura perfecta, y La metamorfosis (Franz Kafka), novela que, según cuenta, lo hizo desear escribir.
La lectura de William Faulkner siempre estuvo presente, este fue, tal vez, su autor favorito. No sé si era la lectura que más disfrutaba, pero sí de la que más quiso aprender. A Faulkner le dio esa condición de maestro y decía que, de alguna manera, era un autor latinoamericano pues su mundo era el del Golfo de México y Gabo encontraba una gran afinidad entre lo narrado por este norteamericano y su entorno inmediato en Aracataca, porque como él mismo explicaba: “el mundo mío está hecho por la misma gente”, refiriéndose a los norteamericanos que llegaron con la United Fruit Company a “construir” su pueblo.
Leyó también a sus amigos Cortázar, Fuentes, Mutis, entre otros muchos escritores de renombre, con los cuales mantuvo una estrecha relación, pero, sobre todo, leyó a la gente. Era capaz de quedarse horas mirando a las personas pasar, tratando de describirlas mentalmente para poder desarrollar a sus personajes. Los textos que más calaron en él fueron textos vivos, personas de carne y hueso que él luego convertiría en personajes, en fantasmas u obsesiones de su obra literaria.
En la propuesta narrativa de García Márquez, la descripción y el enfoque del narrador permiten al lector reconstruir el universo relatado, sus obras no suelen ahondar en referencias que se deban dominar para poder disfrutar o comprender lo que se está contado, aunque sí hay que firmar un contrato de lectura donde se está dispuesto a imaginar o presenciar hechos que solamente en libros sagrados y bajo el nombre de milagro tendrían justificación. Con Gabo , la literatura latinoamericana se pone “en la vitrina”, este autor alcanzó (editorialmente) más que cualquier otro latinoamericano y a partir de su éxito, los ojos de la crítica se centran en este continente y en sus narradores. Hoy día no nos asombra que, después de El Quijote , Cien años de soledad sea la novela escrita en español que cuente con más traducciones, pero antes de esta obra jamás había ocurrido que la literatura latinoamericana fuera un fenómeno editorial.
Si bien es cierto, el modernismo y la vanguardia habían puesto nuestra literatura en un lugar de privilegio, fue durante el llamado boom cuando Latinoamérica se mostró como el foco indiscutible de la literatura y alcanzó la universalidad.
Cuando se lee las obras de García Márquez puede notarse que los espacios cerrados son descritos con lujo de detalle. Los personajes femeninos tienden a ser fuertes, no son las heroínas idealizadas (ni siquiera Remedios, la bella responde a esa mujer ideal, al menos, no en lo que toca a su conducta) y sus personajes masculinos son casi siempre “chapados a la antigua”, hombres que por defender sus valores y entereza ética terminan sacrificándolo todo, incluso a su familia.
En lo personal disfruto las lecturas que realizo de sus novelas o cuentos, sus páginas me mantienen atenta. Uno de mis personajes favoritos de siempre será Úrsula Iguarán, una mujer cuya lucidez le permitía ver ya sin sus ojos, no necesitaba nada más que su experiencia, su olfato y su sexto sentido para andar tres pasos adelante de sus parientes, lloré su muerte y estuve en su funeral. Cien años de soledad es una novela que está cargada de arquetipos, su estructura es especular, como afirma Margarita Rojas; es decir, la primera mitad del libro se refleja en la segunda.
De El amor en los tiempos del cólera recuerdo los aromas, es una novela que puede olfatearse.
Las cartas “empresariales” de Florentino están en mi memoria como uno de los episodios más graciosos que se haya escrito o que yo haya leído, y la seca respuesta de Fermina “es más la bulla” para referirse a París, me resulta una de las mayores muestras de inteligencia en un personaje, al contrario de la Magdalena de nuestro Ricardo Fernández, ella no permitió que Europa la obnubilara.
Las tardes en la hamaca de El general en su laberinto , el cansancio del personaje y la construcción de su mundo en pasajes casi siempre oníricos devienen en una poética del ocaso, que es el leitmotiv de la narración.
En fin, como muchos de ustedes, yo también sufrí la persecución de Santiago Nasar, deseé conocer a José Arcadio, envidié a Fermina Daza, admiré la entereza de Amaranta y me sorprendí con la loca lucidez de Aureliano, me espanté con el ejército de sus hijos marcados por una cruz de ceniza, además esperé la carta con el coronel, hubiera acompañado a Isabel, su padre y su hijo al entierro del doctor, habría atravesado el caluroso pueblo para dejar unas flores en el ataúd de mi hijo y también me hubiera impacientado con esa costumbre de la siesta, me desesperé encerrada junto a María de la Luz y me enamoré de Cayetano Delaura.
A pesar de los muchos homenajes que se le brindaran, García Márquez siempre afirmó: “El tipo de reconocimiento que yo he querido y aprecio es el de la gente que me lee y que me habla de mis libros, pero no con admiración o fervor, sino con cariño”. Probablemente, por eso sus personajes son tan entrañables, considero que ese reconocimiento lo obtuvo.
Sin duda, su obra está presente en el corazón de muchos latinoamericanos y sus personajes se convierten, con el paso de tiempo, en un antepasado común para todos nosotros, sus lectores.