En el momento en el que Diego el Cigala apareció en las tablas del Melico Salazar, la noche del martes cambió de color y se vistió de blanco y negro. Con un beso al aire saludó, con una mano se acercó un sorbo de una bebida anaranjada a la boca y con la otra atajó aplausos. Sutilmente, se limpió la garganta y, sin más, se entregó a cantar Te quiero, eterno himno de Nino Bravo.
Daba igual que el español estuviera cantando en un teatro o en una taberna a deshoras: la atmósfera era la misma; faltaba nada más el humo saliendo de los costados. A su lado, con las notas musicales pendiendo de un hilo, lo volvía a ver de reojo Jaime Calabuch, pianista del que su voz se sabe inseparable.
Como un hechizo, la música y la estética que el artista trajo a Costa Rica con su gira Cigala & piano hipnotizó a todas las almas desde el minuto uno. “Muy buenas noches, Costa Rica, tierra a la que amo profundamente desde el primer día”, espetó después del arranque. “Gracias de corazón por estar esta noche aquí. Les deseo mucha salud, mucha libertad y pura vida”.
De la balada al bolero existen solo gestos, y esa noche la música era prioridad, por lo que rápido llegó Veinte años, pieza que inmortalizó Buena Vista Social Club en 1997, pero que en voz del Cigala toma identidad propia: oscura, dolorosa, lisa, infinita.
Mientras el maestro dibujaba con sus manos el futuro inmediato de las notas –las del piano y las propias, convirtiéndose en el director de la orquesta de su propia voz–, los receptores de su magia nos olvidábamos, poco a poco, de que el mundo seguía girando. Observábamos, atentos, cómo una simple risa en medio de un verso era capaz de suspender el paso del tiempo.
Incluso nos sorprendíamos de que la sensación fuera perenme. Cantaba Un compromiso, Concavo y convexo y hasta recuerdos del disco Lágrimas negras (2003, en colaboración con el cubano Bebo Valdés) como Inolvidable, Lágrimas negras y Corazón loco, y por más que cambiaban las canciones no dejábamos de sentirnos así: privilegiados, flechados, comprometidos a nunca ver otra cosa que no fuera el escenario.
Lágrimas. El clímax de la velada no estaba en el guion. El momento cumbre de ese jugueteo de Diego con nuestros corazones no lo podíamos prever jamás. Sin embargo, cuando lo observamos intentando escapar del llanto no pudimos hacer menos que buscar sacarlo de ese lugar puerco que es la soledad.
En medio de su interpretación de Te extraño, el Cigala se vio obligado a solicitar el aplauso del respetable cuando se le imposibilitó seguir cantando, probablemente por la memoria de su recién fallecida esposa Amparo Fernández.
“¡Fuerza, fuerza!”, gritó un espectador, y él hizo una salida corta del escenario. Allí quedó Te extraño, cuya melodía de piano se fusionó con el bolero Adoro, en uno de los tantos cambios de repertorio y canciones que hizo el artista a lo largo de menos de dos horas de concierto.
Después sonaron tonadas como Vete de mí, Vida loca, Amigo, Soledad, Niebla y Bien pagá.
Pasadas las 10 p. m., cuando escuchamos Dos gardenias y sabíamos que el final estaba cerca, nos reconfortamos con una acumulación de memorias: el chasquido de sus dedos, la percusión que sus palmas hicieron con sus piernas, los ademanes y sus monólogos cuando se alejaba del micrófono, los instantes en los que se ponía de pie y caminaba sobre el escenario; los rostros de todas las demás butacas, sus inacabables tragos anaranjados, y el dolor y las alegrías que con todos nosotros compartió, aunque fuera para vivir unos tantos minutos unidos, sin ser presas de la soledad.