Tan solo el anuncio de su nombre y unos cuantos acordes fungieron como primera llamada a la fiesta de la salsa y bastaron para poner en pie, en cuestión de segundos, a todos los presentes en la gramilla del Saprissa.
Gilberto Santa Rosa, el mejor embajador de la salsa, sabe que puede hacerse esperar. Las miradas de un público, ansioso, quedaron confundidas al no verlo –al inicio– sobre el escenario.
“Hay amores fugitivos, amores desesperados, si este amor es mi castigo, quiero morir a tu lado”. Así puso el inicio de una velada en la que convencería a todas sus seguidoras de dejarse querer.
Con un talento natural, la voz poco impostada y unos cuantos pasos del ritmo que profesa, acompañó al temario que lo ha hecho grande a través de los años.
La Consciencia se trastocó y pronto se convirtió en locura. Los pasillos entre las sillas se tornaron con rapidez en pistas de baile para algunos cuantos que lograron superar la timidez, o que sencillamente comprenden que la salsa es salsa donde sea.
Un concierto con este puertorriqueño no sería un éxito si en los primeros minutos de la velada no consiguiera arrancarle ritmo a las caderas, con un sensual y latino vaivén al compás de los timbales.
Como caballero que es, este artista pidió aplausos para Juan Bau y luego para El Puma, su sucesor en la tarima. Por supuesto, tampoco olvidaría enviar un beso a las madres, “el centro de nuestra atención”.
Las más altas notas románticas también tendrían lugar en el corazón y la voz de Santa Rosa, que con melancolía entonó Mentira y La soledad , mientras las lucecillas blancas de los celulares se mantenían inmóviles en las graderías.