Sobre la calle vieja de Tres Ríos el tono es comercial, ruidoso y con algo de polución. Tras un par de giros menores, en una calle sin salida, unas cinco o seis casas grandes quiebran ese panorama y emiten colores, árboles y frescura; en una de esas casas vive Marvin Araya, director y fundador de la Orquesta Filarmónica de Costa Rica.
Antes de afrontar una entrevista que se extendió durante casi tres horas, Araya terminaba de almorzar. En la mañana se había presentado con la Orquesta Sinfónica de Costa Rica (donde es clarinetista y a veces director invitado), se había reunido con ACAM y en el carro –mientras manejaba– alternó entre el rock duro de Led Zeppelin y el sabor tropical local de Los de la Bajura.
Esta versatilidad de funciones y oído no es nada rara para quien recuerda pasajes de su juventud en los que podía entrar al Teatro Nacional con esmoquin para presentarse junto a la Sinfónica, salir con camiseta bombacha y zapatillas blancas para tocar en un parqueo con un grupo tropical hasta la madrugada, y a la mañana siguiente regresar al teatro de lo más formal para otro recital.
“Era una dualidad, pero musicalmente no había reproche: tocaba la salsa como se toca, y bailaba y cantaba y hacía coros, y llegaba a la Sinfónica y dirigía a la Orquesta Sinfónica Juvenil como había que hacerlo”, recuerda, sin chocar los dientes. Parte del éxito de su empresa radica en haber aprovechado esa dualidad y, eventualmente, desdibujar las líneas que separan los mundos.
A sus 52 años, Araya es una antología viviente de frases inspiradoras, algunas recicladas y otras originales. Habla de clichés que inevitablemente son ciertos: el éxito está en el proceso, el trabajo duro es una virtud y ponerse metas es una necesidad. Hasta solicita que se incluya en este artículo una de las frases que más repite: “Use la música para ser feliz”.
Rebelde. No existe juventud sin la irreverencia, en cualquiera de sus presentaciones. Para Araya, la rebeldía que mayor impacto le causó en el futuro no fue la típica rebeldía adolescente: Quería conocer la mayor cantidad de mundos musicales sin importar las etiquetas que los rodearan.
Llegó a la música por accidente. Cuando era niño, en Navidad recibió una melódica en lugar de una bicicleta. Al rato ya se había inscrito en el Centro Nacional de la Música como clarinetista; quería tocar algo, lo que fuera.
A los 15 años comenzó a tocar música popular. Tocó desde rock hasta salsa; desde batería hasta piano. “En los 70 ser músico significaba tocar en un salón de baile y ser borracho y mujeriego; no era una profesión digna”, recuerda.
Durante muchos años dividía su tiempo libre entre la Sinfónica Juvenil y grupos como Jaque Mate, Karibú y La Palmada. La billetera no flaqueaba porque desde muy joven era –esencialmente– parte de la fuerza laboral. El reto era doble: mitigar el cansancio tras el fin de semana y probarle al mundo que había más en común entre la música clásica y la popular de lo que los puristas creían.
“Sufrí mucho. Había personas que veían despectivamente a los grupos populares, y ellos criticaban a los músicos clásicos porque eran endiosados y nariz pa’ arriba; cuadrados, sin feeling”, rememora sobre esas épocas. “Pero yo no quería que nadie me tildara de que era así o asá; quería conocer los mundos para poder desarrollarme y desarrollar mi música como yo quería”. Consiguió el bagaje que buscaba; acumuló respeto a ambos lados del charco.
Hace 25 años formó el prototipo de la Orquesta Filarmónica: La Orquesta Clásica, un proyecto de 26 músicos cuyo fin era amenizar desde bodas hasta funerales, y cuya historia sigue vigente en el mercado de los shows privados. La rebeldía no dejaba de pagar.
Eclipse. La fusión –el choque de los mundos– estaba cerca. El músico había logrado sobresalir en lo formal y en lo popular, pero necesitaba de ayuda externa para encontrar la llave que abriría una idea que lo cambiaba todo.
Corría el nuevo siglo cuando el músico llevó a sus hijos a un parque alajuelense a pasar el domingo. Tenía ¢2.500 en la bolsa. La época la describe como difícil. Le dieron dos vueltas a los caballitos y compraron granizados, y ahí se fue gran parte de la liquidez.
Por sorpresa llegó al parque una cimarrona y ofreció un show gratuito que a él no solo le salvó el día sino que le abrió un mundo de posibilidades. El hecho lo puso a pensar: “¡Qué maravilla! Me amenizaron el día y fue gratis. Cómo me gustaría hacer una orquesta que la gente pueda disfrutar sin tener que gastar tanta plata”. La llave llegó al candado; la idea cobró vida propia y él se puso a caminar en pos de ese anhelo.
En setiembre del 2003, el grupo estrenó su primera temporada junto a Armando Manzanero en el Teatro Nacional, con precios que promediaban los ¢10.000. Previo al concierto, a don Marvin le llovían correos de personas que nunca antes habían ingresado al aforo, preocupadas por la vestimenta adecuada para la gala.
Ahora, con el proyecto pronto a cumplir 12 años y luego de docenas de recitales, todo tipo de personas lo reconocen –desde vendedores de periódicos hasta víctimas de bancos– y le agradecen y le cuentan lo que indirectamente ha generado en sus vidas. Desde hace rato lo sabía: “No es el que tenga más plata, es el que tenga más ganas de ir a los conciertos”.
También sabía que el cheque grande no iba a llegar desde la primera fecha. No pocas veces se le vio llegar a los escenarios con esmoquin puesto, cargando y ordenando los instrumentos de sus 70 músicos, luego de trabajar durante horas en los arreglos musicales del concierto de ese día.
Hoy, cuando hay concierto de la Filarmónica, se paga una planilla de 137 personas; hay gente trabajando en todos los campos y Marvin se aboca a lo plenamente musical y a pensar en espectáculos futuros. Él dice “A” y su equipo edita y se pone a producir; entre todos mantienen vivo uno de los actos musicales más exitosos de la Costa Rica del siglo en curso.
Central. Cuando piensa en sus próximos conciertos, Araya no busca satisfacer sus gustos. Si así fuera, no hubieran existido los homenajes de la Filarmónica a Los Beatles o a la música ranchera, porque el director no estilaba escuchar esa música. Sin embargo, aprendió a disfrutarla, como tantas enseñanzas le han dejado casi todos los días de su vida.
“Es un estudio de mercado personal mío”, valora, repitiendo que la clave es ser honesto con la profesión. “Trato de reinventarme todos los días, pensando en qué más hacer y no pensando en que todo tiene que ser ya”. Se pone metas constantemente. Firma tratados de compromiso consigo mismo.
En los últimos cinco años, la Filarmónica cambió de mentalidad y el resultado de ello ha sido evidente en todos los espectáculos que ha presentado con numerosas fechas repletas y una constancia valiente. La gente siempre llega, ya sea a verlos interpretar a Gustavo Cerati o a Juan Gabriel. “Hemos logrado crear una marca; la gente tiene fe pública en la Filarmónica”, manifiesta Araya.
Más de 180 cantantes costarricenses han audicionado para formar parte de esos conciertos, muchos de ellos debutando a teatro lleno y con una orquesta detrás. Sin embargo, a Araya le achacan una argolla que a sus ojos no existe, y si lo existe es inmensa. Resiente que haya artistas que no quieran hacer audiciones como lo hacen todos los demás, pero luego los tacha de la lista.
También hay quienes dicen que lo suyo es puro negocio. “Puede que alguien diga que uno hace las cosas por mercantilismo; es su opinión. Yo no voy a ser mejor o peor por lo que la gente piense, sino por lo que yo haga, y lo que yo hago es música al más alto nivel con el mejor espectáculo que puedo ofrecer al precio más bajo. Si eso es ser mercantilista o músico o bombero, la gente le puede poner el término que quiera”.
En algún momento de la conversación manifiesta que cuando otros dividen, él suma. Ya dejó de preocuparse por lo que piensan terceros y eso deja espacio vacante en el cerebro para procesar lo que viene. Tiene dos grandes metas en mente: llevar los shows de la orquesta a otros países y abrirse un restaurante en el que haya buena música y buena comida.
“Nadie más ha visto los conciertos que la Filarmónica hace”, dice, defendiendo la autenticidad del conjunto. “La orquesta es única en el mundo porque produce espectáculos originales para sus conciertos. No es como que mandamos a comprar los arreglos”.
Aparte de la música, sus pasiones son el cine y la comida. Guarda cientos de DVD en casa y se la pasa frente a una gran pantalla plana cada vez que tiene la oportunidad. De vez en cuando invita a amigos a la casa y les cocina, y siente el mismo placer que cuando hace música: la satisfacción de ver felices a los demás.
Un par de años atrás le abrieron una cuenta de Twitter. “Llegaron como 70 comentarios y yo contesté: ‘¡Pero pónganse a trabajar!’, y mi hijo corrió a decirme: ‘Papi, no haga eso, para eso no es Twitter’. Entonces lo dejé de usar; he mandado como cuatro Twitter”. En cambio, se puso a trabajar.