La vida se trata, sobre todo, de establecer conexiones de todo tipo. Están las terrestres, las que uno establece con sus compañeros de trabajo, familiares, amigos y ligues. Luego están las otras, las platónicas; las que uno construye con sus héroes, con las personas que le inspiran de una forma u otra.
El 2016 mostró sus garras durante la noche del domingo 10 de enero. En Costa Rica, el reloj ya rondaba la medianoche cuando la noticia trascendió y partió el universo pop como un rayo siniestro, dejando dolor y confusión a su paso. Había muerto David Bowie.
Con su fallecimiento, millones de conexiones platónicas alrededor del mundo se rompieron y quedaron a la deriva. Es lo que pasa cuando un artista trasciende su obra y se convierte en un mensaje en sí mismo, cuando trasciende las barreras del tiempo y se convierte en omnipresente: David Bowie era una brújula.
Su música guió durante décadas –debutó en 1962 y su último disco, Blackstar, fue publicado dos días antes de su muerte– a millones de fanáticos.
Tal fue la magnitud de su legado que derribó –o ayudó a hacerlo– la barrera más grande que hubo entre seres humanos en el siglo XX.
En 1987, Bowie cantó Heroes en Berlín, en un concierto que, en parte, propició la eventual caída del muro que dividió la capital alemana por años. El día de su muerte, la Oficina de Asuntos Extranjeros de Alemania publicó en Twitter: “Gracias por ayudar a derribar el muro”.
Sin embargo, su magnificencia no se limitó a su música. David Bowie era la personificación del arte en su estado más puro. Nunca temió –más bien se nutría de ello– incomodar con su androginia, con sus constantes renovaciones, con sus demostraciones de empoderamiento absoluto. Que alguien, quien fuera, se atreviera a decirle a David Bowie qué hacer.
Nadie lo hizo. Puede que Bowie haya visto a la Muerte a los ojos y le dijera: “Commencing countdown, engines on!”.
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