Este año el Nobel de Bob Dylan demostró que en el mundo hay quienes creen imposible que alguien pueda ser talentoso en más de un campo artístico. Da igual. Le guste o no al mundo, la trascendencia de Leonard Cohen tiene cabida tanto en la música como en la poesía.
Su voz no siempre fue profunda y ronqueta; su capacidad de escribir líricas sí lo fue. A nivel musical su obra tenía características recurrentes: los coros femeninos que bordaban un lienzo detrás de la melodía principal, la guitarra acústica que fue su fiel acompañante especialmente en los primeros discos, y su voz... su voz.
Escribió poesía sin que tuviera la intención de ser cantada, hizo novelas y, a pesar de que su carrera giró en torno al espectáculo, su vida nunca fue un drama. El canadiense trascendió no por escándalos ni temas revolucionarios, sino por su capacidad para ser un escritor enigmático desde las letras de amor, desamor, sexo, política y las relaciones humanas.
Su porte podía reflejarse elegante, solemne y bohemio, pero sus letras iban para cualquier escucha deseoso de cultivarse con temas que eran cotidianos. Sus letras, con buena cuota de imaginación, eran a su vez más claras que las de otros cantautores contemporáneos. Eran rigurosas en métrica, atractivas y “cultas”.
Desde Suzanne hasta Hallelujah , pasando por I’m Your Man , construyó un legado que impactó a artistas contemporáneos suyos como Bob Dylan y a algunos de otras órbitas, como Kurt Cobain.
Sus canciones cargan un carácter celestial que resulta contrastante y complementario con su obsesión por la muerte. Hace cuatro años, dijo que estaba listo para morir. Luego se rectificó y afirmó que pensaba vivir para siempre. Con su fallecimiento se cumplió lo primero; su obra se encargará de cumplir con lo segundo.
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