Opeth es una banda importante en Costa Rica. Todos lo sabían, salvo ellos. En este país, al menos una camiseta del grupo se deja ver entre la muchedumbre todos los días; acá incluso hay personas que –dada su afición– se apodan Opeth; lo que es mejor, antes de este año los rumores de que los suecos visitarían el país eran tan frecuentes como un temblor.
A sabiendas de eso, no es gratuito el que el martes 14 de julio más de 2.000 personas –según datos de la promotora Blackline Productions– se congregaran en Club Pepper, en Curridabat, para ver el espectáculo con el que Opeth, finalmente, extendería su mano a un país que le había entregado el corazón desde hace varios años. Era la reacción natural esperada de una legión que tiene grabada la palabra “lealtad” en toda su frente.
Con puntualidad sueca (Suecia es uno de los países más puntuales del planeta), el quinteto arribó al escenario a las 8 p. m., y dedicó los primeros 12 minutos del espectáculo a las primeras canciones de su último álbum, The Pale Communion (2014).
La bienvenida al ritmo de Eternal Rains Will Come y Cusp of Eternity inyectó adrenalina en el aforo, y fue una suerte de despertar. Es probable que la voz interna de los fans sonara así: “Esto está pasando. Opeth al chile está tocando aquí. Esto está pasando”.
Hasta ahí solo había hablado la música, y así continuó The Drapery Falls, canción de su aclamado disco Blackwater Park (2001), que sin introducción alguna logró sacudir el suelo durante sus casi 11 minutos de la receta mágica de Opeth: la amalgama entre lo melódico, lo gutural y lo progresivo, siempre dentro del metal.
Solo la música valía el boleto, pero muchos también esperaban las palabras de Mikael Åkerfeldt (voz y guitarra), quien suele desenvolverse bien dentro del escenario. “Es nuestra primera vez en Costa Rica y desde ya puedo decirles que no será la última”, dijo el músico, y detonó el éxtasis.
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El bajista Martín Méndez, de origen uruguayo, también saludó a los seguidores. “No tengo palabras”, manifestó, y no dijo más.
“Supongo que les gusta lo viejo”, retomó Åkerfeldt, lo que generó otra explosión. “Esta noche tocaremos de lo viejo y lo nuevo. Esta es una canción del disco Still Life (1999), un álbum conceptual. No recuerdo sobre qué trata; tal vez sobre Satanás”, espetó antes de entonar The Moor, otra gema.
Atisbos. Durante más de dos horas de show, Opeth interpretó 12 canciones cuyas duraciones, en promedio, eran de 10 minutos. Cada tono, cada cambio, cada ritmo fue entregado sin yerros.
Tres de esos temas eran de The Pale Communion. El resto del repertorio fue similar al que se ha presentado en el resto de la gira: un repaso por el resto de su discografía –generalmente relieves–.
Del disco Morningrise (1996) tocaron el himno Advent; My Arms, Your Hearse (1998) tuvo representación con April Ethereal; Damnation (2003) fue recordado por Windowpane; The Grand Conjuration hizo lo suyo en nombre de Ghost Reveries (2005); sonó The Lotus Eater, de Watershed (2008) y The Devil's Orchard dio la cara por Heritage (2011).
Con Opeth cada canción es como una montaña rusa, con sus rápidos descensos, sus suaves subidas, sus curvas en el camino y sus oasis de paz.
Cada pieza es un juego mecánico: los más fans saben lo que viene en cada parte; se gritan, se abrazan, se sostienen y cuando todo explota se sueltan, porque ya no es necesario estar físicamente unidos cuando se saben un átomo dentro del frenesí.
Tras un adiós, antes de las 10 p. m., el quinteto regresó a tarima para tocar uno de sus más grandes tesoros: Deliverance, del disco del mismo nombre editado en el 2002. Tras 15 minutos de tiempo extra, había que afirmarlo: la de Opeth ha sido una de las más majestuosas puestas en escena que hayan llegado a Costa Rica.