Corría el año de 1934, y los Estados Unidos sufrían las consecuencias de la Gran Crisis de 1929, sin esperanza que les permitiera visualizar un cambio en sus condiciones económicas. Los cantantes que contrataba la Ópera Metropolitana de Nueva York (Met) llenaban dificultosamente las expectativas de un teatro a la sazón ubicado en el número 1411 de la transversal de Broadway con la calle 40, en el Garment District de Manhattan. El edificio, recordado como “the old Met” (el viejo Met), había sido diseñado por el arquitecto J. Cleaveland Cady y ostentaba la fama de poseer la mejor acústica de la que sala de ópera alguna haya podido presumir.
Se dice que la compañía neoyorquina consideraba la posibilidad de cerrar actividades, preocupada por las pálidas recaudaciones de su temporada. No aparecía en el horizonte lírico un cantante, de cualquier género, que despertase el entusiasmo colectivo, indispensable para un agotamiento del boletaje: el lapidario letrero Sold out (localidades agotadas).
En los límites indispensables para sostener el peso de la leyenda, puede afirmarse que no fue un artista solo quien tuvo la virtud de enloquecer a las masas operísticas –las más fieles, agresivas y rencorosas– de forma que el elocuente letrero inclinado apareciese sobre los sucesivos carteles de sus performances. En realidad, fue una pareja de cantantes la que tuvo esa virtud, favorita de los empresarios.
La voz noruega de ensueño. El 2 de febrero de 1935 es recordado en la historia lírica norteamericana como la fecha que marca el punto de inflexión hacia su recuperación absoluta. Una soprano casi desconocida en Norteamérica, que tenía a su haber una única actuación en el festival wagneriano de Bayreuth, enloqueció a los críticos y dio pie a una continua reiteración de Localidades agotadas.
Hablamos de la soprano noruega Kirsten Flagstad, uno de esos raros milagros de la historia de la ópera que encontró, casi por arte de magia, su verdadera resonancia, y que enderezó a su favor una de las más grandes carreras líricas de todo el siglo.
Se dice que Flagstad era considerada una cantante de reemplazo. Había nacido en Hamar (Noruega) en julio de 1895. Se la reputaba eficiente, de bella y musical presencia, pero de un escaso repertorio, más de los roles líricos que de los wagnerianos.
En su novelesca carrera existe un momento que sus biógrafos no aciertan a explicar: hacia las cuatro décadas de vida pensaba seriamente en el retiro pues su voz no provocaba el entusiasmo en el público; pero, según J. B. Steane, “los hados también cantan su rol en esta especial mitología”: el bajo Alexander Kipnis había escuchado su Elsa y la recomendó a la dirección del Festspielhaus (Teatro del Festival) de Bayreuth.
Tampoco parece ser claro el motivo de la contratación de Flagstad en la gran sala neoyorquina. Se cree que la administración del mítico teatro no confiaba en la estrella de Gertrude Kappel, cercana a su ocaso, y, al propio tiempo, no había logrado convencer a Anny Konetzni, la mayor de dos hermanas austríacas.
Lo poco que se obtiene en claro es que, en la noche del 2 de febrero de 1935, la gran Geraldine Farrar –inolvidable Cio-Cio-San de Puccini– tenía a su cargo el comentario para el broadcast (reparto). Sus palabras fueron estas: “Señores, han asistido ustedes al nacimiento de una gran estrella. Desde la muerte de la gran Lilli Lehmann no escuchaba una interpretación de este nivel”.
El Gran Danés . Al propio tiempo que Flagstad, aunque tal vez sin la espectacularidad de su salto a la fama, el gigantesco Lauritz Melchior parecía aguardar a quien completaría su celebridad; aún mejor: a la que haría inmortales a ambos.
Melchior había nacido en Copenhague –curiosidad de curiosidades– el mismo día que marcó el alumbramiento del gran tenor italiano Beniamino Gigli: el 20 de marzo de 1890. ¿Qué estrella ignota cruzó por el firmamento aquella noche, iluminó por instantes sendas cunas y no regresó jamás?
Pues bien, pese a que el danés era ya un cantante consolidado, no puede establecerse si Melchior potenció el talento natural de Flagstad, o si esta terminó de consolidar a Melchior en el mapa lírico. Juntos reeditaron los gloriosos días de Enrico Caruso y Geraldine Farrar, la inolvidable pareja del old Met.
Melchior era poseedor de una caja natural de extraordinarias dimensiones, unida a un carácter festivo y, si se quiere, un poquito perezoso. Carecía de entusiasmo por la disciplina de los ensayos, y acaso sacaba ventaja de la inexistencia de otro cantante similar en el panorama wagneriano.
La voz de Melchior era sublime. No reeditaba la aspereza de muchos de sus colegas Heldentenöre (tenores heroicos); por el contrario, unía la belleza a la abundancia.
Cuando se suponía que era imposible aumentar su volumen, Melchior echaba siempre mano a una reserva que parecía inagotable.
Fue el más representativo de la heroica raza de los Schwerhelden (tenores pesados), los más potentes entre los Heldentenöre. El “Gran Danés”, como fue siempre llamado, unió a su potencia vocal una inteligencia natural. Decía que “no se puede edificar un rascacielos sobre la arena”, y que, por ello, el tenor ha de contar con un registro grave que sostenga la edificación.
Sin embargo, hacia el final de su carrera, era notoria la ausencia de involucramiento con su quehacer: jugaba a los naipes con los tramoyistas durante la función, y hasta se dormía en escena.
Fue célebre un episodio, durante la prolongada Liebestod (muerte de amor) de Tristan und Isolde, en el que Melchior cayó rendido en brazos de Morfeo. Kristen Flagstad no tuvo otro remedio que despertarlo con un puntapié pues sus sonoros ronquidos comprometían la densa orquestación wagneriana.
Por su parte, menos corpulenta y apreciable, Flagstad era tímida y reservada, pero, por encima de todo, una gran profesional. No acostumbraba reservarse para el final; por el contrario, utilizaba el máximo de su registro, incluso en los ensayos. Luchaba inútilmente contra la simpatía y desenvoltura de su partner , que en ocasiones le generaba desequilibrio. Se estimaron profundamente, pero vivieron temporadas completas en las que ni siquiera se dirigían la palabra.
Cuantiosos estipendios. Tanto Melchior como Flagstad ignoraron olímpicamente la Gran Depresión. En una sola noche, cualquiera de ellos ganaba lo que una familia de clase media receptaba durante un año. Al propio tiempo que sus finanzas individuales, el Met sintió revivir las propias. En todas las funciones en las que ambos aparecían (y lo hacían en cinco o seis producciones por temporada), se adosaba a la boletería, con singular anticipación, el odioso letrero que anunciaba Sold out .
Puede afirmarse que el sortilegio de Tristan und Isolde no ha vuelto a alcanzar los niveles de sensación multitudinaria que obtuvo con esta dupla mágica. Fieles a sus roles, los amantes de la noche reeditaron las más gloriosas performances consignadas en los anales líricos del célebre título wagneriano.
Acaso haya sido la versión que ambos imprimieron discográficamente, bajo la dirección del majestuoso Wilhelm Furtwängler, la que acarició los fastos de la gloria. Junto a esta, y también bajo la batuta del polémico líder de la filarmónica berlinesa, Flagstad inmortalizó las Cuatro últimas canciones (Vier letzte Lieder) de Richard Strauss, estrenadas en mayo de 1950 en el Royal Albert Hall, de Londres.
Kirsten Flagstad y Lauritz Melchior fueron mucho más que una leyenda: la hermosa e inacabable historia lírica les reservó, desde siempre y para siempre, un sitial en la galería de los inmortales; y, conforme una paráfrasis de la célebre frase de George Orwell, “existen inmortales que son más inmortales que los demás”.