A Molinón lo han asaltado dos veces en su vida, ambas en el centro de San José: en la primera aún era estudiante de la academia de Policía ; en la segunda ya era jefe de grupo de la Compañía Bravo de la Unidad de Intervención Policial (UIP), conocida como la antimotines.
Pese a que, en el momento en que fue abordado por los hampones, no estaba en servicio ni portaba ningún distintivo que lo asociara con la Fuerza Pública, resulta difícil pensar que alguien se atreva a meterse con él.
Molinón es un guanacasteco de 32 años que más parece un muro andante: sus puños son como mazos, mide 1,80 metros, tiene piel morena, espalda ancha y una cara que recuerda a la del boxeador Carl Davis cuando está a punto de subir al ring.
Su nombre es Leonardo Molina, y, además de Molinón, lo llaman Molinator.
“La primera vez que me asaltaron estaba recién llegado de Guanacaste y casi no conocía acá. Allá en el pueblo no había delincuencia, la gente dejaba las bicis en la calle... Acá era todo nuevo y yo estaba pollito ; la segunda fue a mano armada”, recuerda.
Sintió miedo, no lo niega, así como el trauma posterior de volver al lugar del asalto –la parada del autobús que lo lleva a su natal Santa Cruz– y la paranoia de pensar que alguien lo seguía.
Cuesta creer que Molinator haya tenido miedo. En sus 12 años en la UIP ha estado en balaceras, gaseadas , lluvias de piedras y palos… Incluso, un tráiler le pasó por encima tras desobedecer la orden de detenerse en un retén policial en Limón. En esa ocasión, estuvo más de un año incapacitado, como consecuencia de las múltiples quebraduras que sufrió en piernas y brazos.
El miedo es un compañero efímero en su labor: se carga, pero se domina. Está entrenado para convivir con él; además, la adrenalina lo envuelve una vez que se pone el equipo de protección (chaleco antibalas, rodilleras, espinilleras, el casco y la máscara).
Molinator, como todo antimotín, tiene semblante de enojo eterno y porte de G.I. Joe, pero a medida que pasa el tiempo –cada día de reporteo junto a él y el resto de sus compañeros–, va mostrando su verdadera personalidad: es un tipo simpático, bromista, un padre que se preocupa por su hija de siete años, que está en constante comunicación con su esposa, y que, de cuando en cuando, añora Los Ranchos, el pueblito rural donde reside desde siempre.
Labor y deber
Molinón es uno de los 315 integrantes de la UIP: 294 son hombres y 21, mujeres. El más joven tiene 20 años; el mayor supera los 60.
El trabajo de esta unidad de la Fuerza Pública, creada en 1999, es variado: requisas en los centros penitenciarios; implementar operativos de seguridad en zonas en vulnerabilidad social y en isla Calero; escoltar al presidente Barack Obama ; el resguardo de las papeletas presidenciales, y quemar plantaciones de marihuana.
No obstante, por lo que más se les conoce es por restablecer el orden público en manifestaciones, protestas, actos vandálicos e invasiones de terreno.
Los antimotines son el último recurso, la medida que se aplica cuando fracasa el diálogo y la negociación; son la violencia legítima, la que está avalada por el Estado.
Un día de trabajo puede consistir en contener un pleito entra la barra La 12 y la Ultra Morada , remover un bloqueo llevado a cabo por porteadores, atender un enfrentamiento de bandas delictivas en Limón, o bien, desalojar a campesinos de un terreno privado. Para ello, pueden recurrir a su vara policial o a gases lacrimógenos; siempre actúan en grupo, utilizando formaciones tácticas en la que los escudos son un elemento clave.
Por las características de su trabajo se han ganado muchos detractores, desde delincuentes que les desean la muerte, hasta representantes de grupos sociales, que los tildan de abusivos.
Mario Calderón, director de las unidades especiales de la Fuerza Pública, alega que la UIP tiene como principio fundamental el respeto a los derechos humanos. Para esto, los agentes reciben capacitación en el manejo de estrés y el control de la ira.
Formación
Para formar parte de la Unidad de Intervención Policial, se debe primero ingresar a la Fuerza Pública. Requisito para hacerlo es tener noveno año aprobado y superar una serie de pruebas psicológicas; posteriormente, se debe llevar un curso especializado que dura 45 días.
En algunas ocasiones, los antimotines reciben capacitaciones de cuerpos policiales de España, México o Colombia.
Los integrantes de la UIP no perciben más beneficios que un agente regular de la Policía; el salario es el mismo: ¢325.000 al mes, y las jornadas son similares: trabajan ocho días seguidos –en los que duermen en las delegaciones– y luego tienen ocho días libres.
Al igual que el resto de los miembros de la Fuerza Pública, son personas de recursos económicos limitados, de barrios populares, o pueblos rurales, como Los Ranchos, donde vive Molinón. De los 315 integrantes de la unidad, solo 141 tiene bachillerato concluido, y de ellos, únicamente cinco cuentan con estudios universitarios.
¿Por qué entonces optan por ser parte de la unidad, si esta implica más riesgo y una inminente labor de enfrentamiento?
En el caso de Molinón, es por la “versatilidad” del trabajo, porque implica mucha actividad. Además, explica, le permite viajar y conocer lugares: “Viera que eso es lo bonito: una mañana estamos en Limón; en la tarde, en Puntarenas; al día siguiente en San Carlos... andamos por todo lado”.
Mario Aguilar, jefe de la Compañía Bravo, tiene los mismos años de vida y el mismo tiempo que Molinator de integrar la UIP.
Al igual que su compañero, menciona “la acción” como el factor que lo sedujo para volverse un antimotín.
Ha participado en muchas contenciones de disturbios, pero la que más lo marcó fue una suscitada en Santa Bárbara de Heredia, durante la “q uema de Judas ”, una tradición que suele salirse de control y conducir a actos vandálicos.
“Habíamos despejado la zona, pero no nos percatamos de que por el lado de arriba, en un punto ciego, había unos que nos empezaron a lanzar piedras. Fue ‘un aguacero’. Estábamos atrapados y tuvimos que salir en formación, agrupados bajo nuestros escudos”.
Luis Leiva, director de la UIP, quien está en la unidad desde su creación, afirma que el riesgo es una constante y que no pueden subestimar ninguna situación, pues en cualquier momento una chispa desata el fuego. A lo largo de su trayectoria, ha enfrentado sucesos de todo tipo. Para él, los grupos más violentos son las barras de los equipos de fútbol; luego, están las personas en zonas de exclusión social (por lo general precaristas); y los porteadores aparecen en la tercera casilla, seguidos por funcionarios públicos y estudiantes.
Pero estos grupos tienen una versión diferente y más bien tildan a la UIP de abusar de la fuerza.
Abusos
En setiembre, se dio un enfrentamiento entre un grupo de frijoleros de la zona sur que clamaban al gobierno por mejores condiciones para la venta de su producto. Como medida de protesta, bloquearon la vía pública, lo que motivó la intervención de los antimotines. Estos detuvieron a 53 personas.
“Duele lo que pasó, me parece que hubo exceso de fuerza, mucha violencia. Entiendo que la obstrucción de la vía pública es delito, pero la situación económica nos llevó a lanzarnos a la calle y nos tiraron gases lacrimógenos por ambos lados; fue exagerado”, criticó Alexis Céspedes, dirigente del movimiento de los frijoleros.
El Sindicato de Trabajadores de Japdeva, cuyos integrantes constantemente realizan protestas en contra de la concesión de los muelles , tampoco tiene un buen concepto de los antimotines.
“No tengo nada bueno qué decir de la UIP. Han sido abusivos y generan violencia; la situación puede estar tranquila, que ellos llegan a provocar”, manifestó Ronaldo Blear, secretario de la mencionada agrupación.
Un sector del movimiento estudiantil es igual de critico: Camilo Saldarriaga, presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Costa Rica (UCR), recordó lo ocurrido el 8 de noviembre del año pasado, cuando una manifestación frente a la Caja Costarricense del Seguro Social (aquella en que participaron los diputados del Partido Acción Ciudadana, Claudio Monge y Carmen Granados) desembocó – según sus palabras– en agresiones de parte de los oficiales a adultos mayores y universitarios.
“Hemos tenido contacto con la parte menos humana de la UIP; nos ha tocado llevar palo, literalmente, ellos tienen una estrategia sistemática de intimidación”, denunció.
Aunque están conscientes de que muchos los ven como “los que vuelan garrote”, los miembros de la UIP sostienen que siempre siguen los protocolos, en procura de evitar la represión.
“Les decimos a los manifestantes que están en una situación antijurídica (bloqueo de vía publica, invasión de propiedad privada…), que por reclamar sus derechos están limitando los derechos de otros ciudadanos; les pedimos que se retiren… les damos un tiempo prudencial, unos 15 minutos, y luego actuamos”, explica Luis Leiva y añade que la orden de intervenir viene de uno de los superiores del Ministerio y que tienen prohibido llevar armas a cualquier actividad masiva.
En cuanto a los gases lacrimógenos, argumentó que solo se acude a estos cuando la situación está muy tensa y hay una actitud violenta de los manifestantes.
Molinón, por su parte, cuenta que ellos nunca tienen como intención generar conflicto, más bien quieren que todo se resuelva de forma pacífica.
“Vea, yo he trabajado 12 años en esto, cuerpo a cuerpo con los manifestantes, y mi hoja está limpia. Nunca he sido acusado de nada, ni de abuso de autoridad ni de nada”, destacó.
Consultado sobre procesos de investigación, denuncias y sanciones por abuso de autoridad en la UIP, el director de Unidades Especiales de Seguridad Pública, Mario Calderón, dijo que se han dado muy pocas: “No llegan ni a diez”.
Revista Dominical pidió el dato exacto al Ministerio, por medio de la oficina de prensa, pero al cierre de esta edición no había sido proporcionado.
La angustia
De todo lo que les toca hacer, son los desalojos de campesinos precaristas los que menos les gustan. Detrás del escudo no pueden dejar de pensar en la suerte de las personas a las que expulsan de sus hogares.
“Hasta uno siente que es injusto. No por cosa nuestra, pues hacemos nuestro trabajo de acuerdo con la ley, sino por las circunstancias de la vida. Se trata de gente que se mete a una finca porque está en la calle; en ocasiones, porque los dueños de la finca (empresas agrícolas) se fueron del país y los dejaron botados. Sentimos lástima de ver a la señora con el bebé llorando”, admite Mario Aguilar.
Leiva no escapa de esa angustia. Él confiesa que uno de los momentos más duros de su trabajo fue el desalojo de campesinos de Bambuzal en el 2003, así como las manifestaciones en contra del llamado combo del ICE , en el 2000.
“Es difícil porque son hermanos, compatriotas que están luchando por los derechos de todos, estábamos con ellos, pensábamos como ellos. Pero era nuestro deber evitar acciones antijurídicas (bloqueos)”.
Añade Leiva que, en varias oportunidades, integrantes de la UIP han llegado a manifestaciones y protestas en las que participan sus popios familiares.
“Imagínese lo que es estar ahí, con el escudo, en formación, y ver que del otro lado está un hermano, el papá, la mamá… Es muy duro y hay que ser muy profesional”.
Muchas veces es de esta forma (cuando los ven en acción en las calles, ya sea frente a frente o por televisión) que los familiares de los agentes de la UIP se percatan del vínculo directo de tal trabajo con la violencia. La mayoría de los antimotines no cuentan detalles de su labor a sus seres queridos, ni les hablan de sus peripecias. Tal desinformación es una manera de protegerlos y de evitarles preocupaciones.
Molinator no le habla a su esposa de trabajo, y ella, cómplice del juego, prefiere no preguntar mucho. A su hija se limita a decirle que “el trabajo de papá es perseguir a los malos”, y la pequeña siempre reacciona orgullosa.
“Lo más difícil es pensar en qué va a pasar con ellas si a mí me sucede algo. Por eso, lo mejor es no pensarlo mucho”, concluye Molinator antes de salir de la patrulla.
Estamos en una zona peligrosa de La Carpio, donde la UIP hace una requisa a integrantes de la pandilla Los Ángeles. De cada casa se asoma alguien y el lugar se empieza a llenar; la gente pone mala cara, de disgusto por la presencia policial, y el ambiente se va poniendo tenso. El sol pega con fuerza y veo cómo los oficiales se empiezan a intercambiar miradas. Molinator se me acerca.
– Mejor métase al carro, que en cualquier momento nos llueven piedras… No, luego queda atrapado, mejor quédese cerca... y esté listo.