Cuando la marea baja, en bahía Chatham, el agua revela unas rocas cuyas inscripciones dan cuenta de los barcos ingleses, franceses y estadounidenses que visitaron Isla del Coco.
Si ya los piratas usaban la isla para descansar y abastecerse de agua, era lógico que también fuera utilizada por barcos que cazaban ballenas en los siglos XVIII y XIX.
Estos balleneros, en su mayoría británicos y estadounidenses, se desplazaban al Ártico.
Uno de ellos fue el capitán James Colnett, cuya embarcación Ratler llegó a la isla en 1793. Colnett levantó el primer mapa y dio nombre a sus dos bahías: Chatham y Wafer. Antes de irse, desembarcó cerdos y cabras para que otros barcos tuvieran alimento.
Lo que no previó el capitán Colnett es que esas especies se convertirían en una de las mayores amenazas para ese ecosistema único, por los procesos de erosión que provocan sus hábitos de alimentación.
El siglo XVIII trajo consigo un período de exploración, siendo la primera expedición científica la que lideró George Vancouver, en 1795.
En 1838, la expedición de Edward Belcher –en los navíos Sulphur y Starling– describió la biodiversidad del lugar y fijó su posición geográfica, aunque fue el capitán Henry Louis, a bordo del velero Le Génie, quien dibujó el mapa en 1846.
Aún así, el mapa más detallado de Isla del Coco fue obra de Reginaldo McCartney Passmore, quien la visitó en 1895 en el buque a vapor Turrialba. Para ello contó con la ayuda de Augusto Gissler.
Los tiburones de la isla serían mencionados hasta la expedición de D. Lièvre a bordo del Le Chapelein en 1889.
Las primeras recolectas de especímenes fueron realizadas por Alexander Agassiz en el Albatross , en 1888, y correspondían a dos especies de caracoles.
Agassiz volvió a la isla en 1892. “Como producto de esta segunda expedición, nuevas especies fueron descritas y muchos artículos publicados, incluyendo el primero o de los primeros en que se mencionan crustáceos, equinodermos y corales”, señaló Jorge Cortés en un recuento histórico publicado en la Revista de Biología Tropical .
La primera expedición costarricense llevó a Anastasio Alfaro y Henri Pittier en 1898.
Alfaro era director del Museo Nacional y publicó artículos sobre las aves y mamíferos de la lejana isla.
“Examinando los informes rendidos al gobierno tanto por Alfaro como Pittier, se advierte en ellos un criterio naturalista que buscaba ante todo proteger la Isla del Coco y su naturaleza de incalculable valor”, destacó el historiador Raúl Arias en su tesis Isla del Coco: historia y leyenda.
A esta le siguieron otras muchas expediciones en el siglo XX, la mayoría lideradas por estadounidenses así como ingleses y alemanes. A partir de 1980, científicos nacionales asumieron la investigación en lo biológico, oceanográfico y tectónico.
Más de 1100 especies marinas reportadas así como la revisión de 599 artículos científicos por parte de Cortés, es el legado de la época de exploración que aún persiste y cuyo conocimiento se incrementa día a día.
“A pesar de más de 100 años de investigaciones científicas en la Isla del Coco, todavía falta mucho por conocer. Cada nueva expedición retorna con nuevos informes de especies y en algunos casos con especies nuevas para la ciencia”, recalcó Cortés.
Los balleneros y los científicos no fueron los únicos en arribar a la isla en los siglos XIX y XX. Los buscadores de tesoros también desembarcaron allí con la ilusión de convertirse en millonarios.
Uno sí logró extraer unas cuantas monedas de oro. En 1844, John Keating conoció a un tal Thompson en Cuba. Trabajaron juntos en un barco y entablaron amistad.
Entre las historias que compartieron, Thompson le contó a Keating sobre un robo en que participó en 1820, cuando tenía 20 años. Ese botín fue enterrado en una isla del Pacífico.
Empezaron a buscar dinero para financiar una expedición, pero no lo consiguieron. Thompson decidió marcharse a Inglaterra y de allí a India donde murió en 1850. Antes, y según Keating, le dejó una carta con las señas precisas del sitio donde ocultó el tesoro en Isla del Coco.
En 1846, Keating fue a Panamá donde alquiló la embarcación Edgecomb . Al llegar a bahía Wafer, se adentró solo al bosque siguiendo el curso del río. Allí encontró una cueva y con tal de no revelar el sitio a los marinos que le acompañaban, apenas escondió un puñado de monedas en un bolso que llevaba dentro del abrigo de lana.
Al regresar a su casa, en Saint Johns Newfoundland (Canadá), Keating cambió el bolso de monedas por 1300 libras esterlinas, convirtiéndolo en un hombre rico para su época. Aunque trató de volver para recuperar el resto del tesoro, enfermó en 1866 y quedó postrado hasta su muerte en 1882.
“Es la única expedición en la historia que públicamente se sabe que tuvo éxito en hallar el tesoro oculto”, reseñó Arias.
Siguiendo las huellas de Keating, Patrick Nicholas Fitzgerald llegó a la isla en 1897. Lo mismo que el aventurero británico Charles Arthur en 1934. Ambos sin suerte.
En 1930, tres estadounidenses –bajo la fiebre del tesoro– naufragaron en Isla del Coco. Elmer Palliser, Gordon Brawner y Paul Stachwick permanecieron seis meses allí y al ser rescatados, relataron a la prensa que conocían el sitio donde estaba el botín. Escribieron al gobierno tico con la propuesta de una expedición, carta que nunca fue contestada.
En 1939, James Forbes vio frustrados sus anhelos a causa del clima y la fuerza del mar. Aún así realizó otras cinco expediciones entre 1940 y 1963.
Los mapas de Forbes fueron heredados a Charles Baldwin, quien contó con permiso de la administración Arias Sánchez en 1989. Perforó un pozo de seis metros y lo único que halló fue barro ferroso y restos de toneles de madera semejantes a los que se utilizaban para añejar el ron.
El buscador de tesoros que quizá estuvo más cerca de correr la suerte de Keating fue Augusto Gissler, quien vivió 14 años en la isla siendo su gobernador.