Lucía hace sonar la guitarra con Aquellas pequeñas cosas, de Joan Manuel Serrat; 162 botellas, dos trofeos de billar y tres de fútbol arriendan el espacio de los cuatro estantes de la cantina; Raúl la acompaña con un cajón peruano y el resto de los compañeros de mesa cantan la tonada; en las paredes se rinde homenaje, con escudos y afiches, a dos selecciones de fútbol: la italiana y la tica, de la azurra se aplaude su campeonato mundial del 2006, de la criolla su heroico papel en Italia 90; los de la mesa de al lado –desconocidos de Lucía y Raúl– se incorporan al concierto, son el coro, el güiro, las maracas y la pandereta; la barra tiene forma de una ele mayúscula, las sillas son las mismas que se usarían en una oficina administrativa, de la pared cuelgan bolsas de maní y biscochos; Nancy, la salonera, le lleva una boca de arroz blanco con albóndigas a un cliente pochotón, el sujeto deja el delicatessen en pausa y aprovecha la melodía para bailar con su acompañante de aquella noche; en una pequeña pizarra blanca, en donde se anuncian las promociones del día, está escrita la leyenda: “El guaro blanco es un alimento, yo solo jumo quisiera estar, cuando me pasa por la garganta, cómo me encanta poder tomar”.
Es noche de peña en La Bohemia, por eso Lucía se puso a cantar, por eso el resto de presentes la acompañó. Los instrumentos fueron todos facilitados por Jorge “Giorgo” Motta, dueño del local, su abuelo José Motta Stabile, un inmigrante italiano, fue quien abrió las puertas de la cantina en 1936, en ese entonces era también una pulpería.
Han pasado 57 años y La Bohemia sigue ahí, en una esquina (ubicación geográfica indispensable para que una cantina sea considerada tal) de San José, donde se cruza la avenida 12 y la calle 5. Junto con El Ballestero y La Nueva Lira, La Bohemia integra el club de las últimas cantinas de la ciudad capital, así lo detalla el arquitecto e investigador de la historia de San José, Andrés Fernández .
Tal característica, aunada a su fama, la hizo el punto de arranque de este recorrido por cantinas y bares emblemáticos del casco central josefino .
La Bohemia ostenta clientes octogenarios que la visitan desde “toda la vida”, algunos tienen su silla fija y otros hasta un vaso reservado solo para ellos. Además, en los últimos años, la cantina ha logrado atraer nuevo público: jóvenes seducidos por su ambiente de antaño y tranquilidad. Por ejemplo, aquí está Lucía Rodríguez, de 25 años de edad, y Raúl Solano, de 29, los que pusieron música al ambiente.
“Me gusta la sensación de hablar, uno se puede expresar, el ambiente es amigable, te integran con facilidad”, dice la muchacha, crítica de los ambientes ruidosos y del aglutinamiento de personas.
Ese es el principal atractivo de las cantinas: lugares donde se puede hablar sin gritar, donde hay suficiente luz para ver los ojos de las personas con quien se platica y donde hay camaradería y sentido de pertenencia, reafirma Andrés Fernández.
“Otro elemento es que a la cantina no se llega a ‘lancear’, sino a hablar con amigos. De hecho al inicio a las mujeres ni siquiera se les dejaba entrar; eso cambió con el tiempo, pero todavía sigue siendo un sitio donde en buena teoría no hay lugar para la conquista, y sí para conocer gente y hacer amigos”, agregó el investigador.
Conscientes de la riqueza e historia de las cantinas y bares emblemáticos de San José, el colectivo Chepecletas realiza periódicamente visitas guiadas. El cupo para estos paseos es limitado y la demanda, muy alta.
Giorgo Motta sostiene que el secreto de la popularidad de La Bohemia está en que ha conservado su esencia a lo largo de los años: “Casi no le hemos tocado nada, es un espacio de tertulia”, dice, y proclama que mantendrá la cantina “hasta que aguante”, aunque desconoce a quien le pasará la batuta cuando llegue el momento del descanso. Sus hijos tienen intereses que van más allá del negocio familiar... Mas eso poco le preocupa, tanto él como su fiel clientela ( la sempiterna y la recién llegada) saben que queda bohemia para rato...
Jolgorio.
–Ella baila demasiado, ese es el motivo por el cual estoy con ella.
–¿Solo por eso?– le cuestiona la dama a Miguel Ángel.
–Bueno, por eso y porque ¡me gusta un pich...!
–Este es como Kam Lung, las quiere todas– vuelve a reclamar la mujer.
Miguel Ángel Guillén –51 años de edad, vecino de Hatillo 8, comerciante, cantante aficionado (las de Gaviota son las que le salen mejor), camisa roja de la Sele , gorra marca Quick Silver, collar con un dije de calavera– asiste todos los días al bar Súper Gigante, y este sábado trae a su novia consigo.
De ella se enamoró hace 20 años. “Fue algo platónico”, confiesa Guillén, quien para su fortuna –añade– hace unos meses el anhelo se volvió realidad.
De ella no sabemos el nombre, prefirió callar su identidad. No es porque la relación sea “prohibida”, aclara la dama, sino porque teme la reacción de sus hijos si se dieran cuenta de que su madre anda en bares y con tremendo galán...
Ambos disfrutan, enfiestados, del popular bar situado en el Mercado de Carnes, en la avenida Primera del centro de San José.
El establecimiento abrió sus puertas en 1966. Al inicio era una abarrotería que expendía licor, una especie de “minisúper”.
Si en La Bohemia se respira tertulia; en este, jolgorio; en el primero tranquilidad, en este, bullicio. La camaradería sí es una virtud compartida por ambos locales.
Hay varias barras hechas de metal que forman una sola, la cual atraviesa todo el local en una especie de caracol cuadriculado, donde la gente come, toma y habla con tono alto compitiendo con el ruido.
Tres parroquianos sordos gritan en silencio, evidencian que están pasando un gran rato entre cervezas y muchas risas. Se comunican con lesco, incorporados a la dinámica del Súper Gigante pasan casi inadvertidos. Están en su bar favorito, explica uno de ellos, Freddy Rodríguez, escribiendo en mi libreta.
El lugar está lleno. La música es fuerte y variada, desde Mago de Oz hasta R.E.M.
Javier Gutiérrez es el dueño del local, tiene 60 años, el cabello rojo y un fino bigote situado justo en el centro de la frontera que divide su labio superior y su nariz.
Heredó el negocio de sus padres. Tiene un retrato muy vistoso de ellos en una de las esquinas del bar.
“Aquí viene de todo, desde el que limpia los caños, hasta el magistrado; el que viene una vez sigue viniendo”. Don Javier considera que los buenos precios de Súper Gigante y el hecho de que sea un sitio “popular” (sin aires de grandeza) lo hacen el predilecto de muchos.
Su horario es de 10 a. m. a 10 p. m., pese a que el Mercado de Carnes termina labores a las 6 p. m. Cuando este cierra caen todas las cortinas de hierro, por lo que quienes quieren asistir al bar deben tocar la puerta de metal para ser recibidos por algún salonero, y caminar por un desolado pasillo de tiendas apagadas hasta llegar al jolgorio.
Miguel Ángel sigue de fiesta con su amante anónima. Ya la tarde se extinguió, pero se nota que la noche va para largo...
Histórico
Al otro lado de la calle, cruzando la avenida Primera, está
Es pequeño, no hay sillas ni bancos, se toma de pie junto a la barra, aunque, para quienes están muy cansados, se colocó una banca de madera heredada del extinto bar Chompipe, sobre siete cajas plásticas de cerveza.
En la pared hay un dibujo hecho con pincel que retrata una pareja típica josefina; es obra de un grupo de artistas centroamericanos y mexicanos que hace unos años visitaron Costa Rica y se enamoraron del bar.
Otros clientes han contribuido con la obra con pequeños mensajes escritos con lapicero: “Anoche dormí en el suelo, dormí en el suelo, teniendo cama”, dice una de las frases, la cual fue complementada por otra que versa “conoce y medio”.
Detrás de la barra está Willy Mora, encargado del local desde hace 38 años.
“Este es un bar de paso, es casi como una cantina de pueblo, gente honesta y trabajadora; los malos no vienen acá”, cuenta.
A dos pasos de la barra está un orinal sin puerta en el que orinan muchos de los trabajadores del mercado. Cuando entra un chiflón, el olor a “miaos” se adueña del bar y, si el viento es muy fuerte, hasta algunas gotas llegan a la barra.
Willy no les cobra nada, ni les exige algún consumo a quienes llegan a utilizar el baño. Este es parte del trato personalizado y preferencial que se le da a la clientela y a los allegados al mercado.
El Gran Vicio cierra junto con el mercado, a las 6 p. m. Parece estar congelado en el tiempo: su estructura, su decoración, sus visitantes... Lo único que tiene pinta de “nuevo” son siete afiches de Saprissa, porque el bar es muy morado, y los partidos de la “S” se celebran, sufren y lloran en El Gran Vicio.
Uno de los comensales, don Rafa Segura, un pensionado de 55 años de edad, dice visitar el lugar desde hace 30. Parece que forma parte de este, como si ya hubiera sido absorbido por la barra, parece engañar a la soledad cuando está en el gran vicio: “Aquí te tratan como parte de la familia”, asevera el canoso de cachetes colorados.
El bar ya es parte de la historia, inmortal su legado, vivirá para siempre...