Conocemos Prípiat. Nuestro San José se encuentra a casi 11.000 kilómetros de la ciudad ucraniana, pero la conocemos.
No hace falta haber caminado por la zona de exclusión para conocer sus edificios deshabitados, ocupados por la naturaleza salvaje que, en ausencia de seres humanos, ha conquistado una ciudad que pudo ser una soberana capital soviética.
Chernóbil es de las grandes catástrofes que la historia nos ha incrustado en nuestro sistema, sin importar si nacimos antes o después de 1986.
No es necesario tener a mano una cronología precisa de lo que pasó el sábado 26 de abril de 1986: todos conocemos a grandes rasgos la historia de la central nuclear de Chernóbil después de que viniera a menos. Durante una prueba de seguridad en uno de los reactores que generaban energía, un accidente despojó a Ucrania de 116.000 habitantes.
Ahora, en su lugar, 30 kilómetros a la redonda lo que queda es abandono y, dentro de ese territorio de nadie, una planta nuclear que funcionó hasta el 2000 (hasta ese año las ciudades cercanas usaron su energía para poner a funcionar sus hogares).
Cuando las bombas atómicas cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, la humanidad pensó que sabía cómo podría verse el apocalipsis. El fin del mundo se parecía a una nube en forma de hongo, a un avión militar sobrevolando la tierra para dejar caer sobre ella el terror de un arma impredecible.
La desgracia de Japón fue una brutal ocurrencia de la guerra, pero Chernóbil fue un accidente tecnológico. La explosión del reactor liberó 400 veces la cantidad de material radiactivo que generó la bomba en Hiroshima.
Treinta años después de que ocurrió el bombardeo, las dos ciudades japonesas habían recuperado el flujo normal de su vida cotidiana. Treinta años después del accidente, Prípiat todavía no puede hacerlo.
Aparte de las experiencias de quienes vivieron los desalojos y de quienes participaron en las conferencias que organizó el Organismo Internacional de Energía Atómica después del desastre, los demás recibimos lo que la prensa difundió varios días, semanas, meses y años después de que la impalpable nube de radiación se expandiera por el mundo.
Conocemos Prípiat como una ciudad vacía y derrotada por sí misma. Es decir, hay más imágenes del imponente paraíso que el gobierno soviético construyó en 1970 como un símbolo de su dominio tecnológico, pero esos son los recuerdos de otros.
Los recuerdos más universales son los de sus envejecidas cenizas.
Anualmente, recordamos la catástrofe nuclear porque alguien más la revisita, se publican las entrevistas con científicos que han monitoreado la fauna que repobló el área —pese a la contaminación radioactiva, por la zona de exclusión deambulan tejones, lobos, jabalíes, bisontes, ciervos e incluso aves—; o emerge el testimonio de alguno de los 600.000 “liquidadores” que arriesgaron su salud para contener las consecuencias de la explosión del reactor número 4.
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Chernóbil nos fascina porque todavía le rendimos luto. Hasta el accidente nuclear de la planta de Fukushima, no había tragedia alguna que se le asemejara.
Si esos terrores fueran sucesos del pasado, probablemente hablaríamos de ellos de otra forma.
No obstante, pese a que cesó su funcionamiento en el 2000, la verdadera desactivación de la planta comenzará en el 2017, cuando los ingenieros terminen de colocar un sarcófago que contendrá de forma más eficiente la invisible contaminación nuclear provocada por el fallido reactor.
Es decir: tres décadas después de su caída, Chernóbil es un cuento de precaución de nuestro pasado porque forma parte de nuestro presente y, más escalofriante aún, de nuestro futuro.
Éxodo atómico
“Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo”, escribe la ganadora del Premio Nobel de literatura Svetlana Alexiévich en su libro Voces de Chernóbil .
El veneno está en el agua, la tierra, el aire y, por tanto, se pega, invisible, a todo lo que entra a “la Zona”. Si las secuelas de la radiación fueran tan palpables como una inundación, una erupción volcánica o un huracán, el mundo no hubiera tardado tanto en medir el verdadero impacto que provocó el incendio del reactor.
¿Acabó Chernóbil con la esperanzadora era atómica? ¿Derrocó la tragedia nuclear al imperio tecnológico y científico de la Unión Soviética?
El pueblo de Prípiat se fue a la cama un viernes por la noche y para la mañana del sábado todo había cambiado.
Salvo el fulgor del incendio de la central nuclear, era un día como cualquier otro y, según les informaron las mismas autoridades, el accidente en la planta era como cualquier otro accidente en una planta nuclear.
Sin embargo, después del juicio de 1987 que esclareció los eventos que desencadenaron la explosión del reactor, quedó en evidencia que el accidente –la sobrecarga de la capacidad del reactor– era una combinación de fallas en la construcción de la planta y una generosa dosis de negligencia.
En pleno caos, Prípiat se enteró superficialmente de lo que pasó en la planta. Las autoridades soviéticas encubrieron hasta el momento más crítico las causas y consecuencias de la contaminación radiactiva.
Cuando ingresaron militares a sus calles, los vecinos encontraron calma a su incertidumbre. No sabían con precisión qué había pasado en la planta pero sabían que existía un átomo “malo”, el átomo que estaba en las bombas que habían subyugado a Japón durante la Segunda Guerra Mundial; pero, en la Unión Soviética, solo existían los átomos “buenos”.
“El átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios”, dice Alexiévich a sus lectores.
En 1954 –nueve años después de los bombardeos atómicos–, la Unión Soviética activó la primera planta nuclear capaz de generar electricidad (la central nuclear de Óbninsk).
En la Guerra Fría, la energía atómica fue parte del mito de modernidad y progreso con el que el Estado soviético se proyectaba al mundo y con el que competía contra Estados Unidos.
En ese sentido, Prípiat era el máximo símbolo del urbanismo tecnológico. Una ciudad atómica a la que, inicialmente, se trasladaron de Kiev 10.000 habitantes no solo para poblarla sino también para trabajar en las operaciones de la Central Nuclear de Chernóbil.
Tres días después del desastre, el martes 29 de abril, la agencia de noticias AP replicaba para sus lectores estadounidenses las palabras que el ministro de Energía y Electrificación de Ucrania le había dado a la versión soviética de la revista Life : “Las posibilidades de la fusión de un reactor son una en 10.000 años. Las plantas tienen controles confiables y seguros que las protegen de cualquier avería con tres sistemas de seguridad”.
En el mismo artículo, un superintendente de seguridad laboral decía que “trabajar en Chernóbil es más seguro que manejar un carro”.
Los militares llegaron a Prípiat el sábado, después de que los miles de trabajadores de la central, los bomberos y la policía hubieran agotado las medidas de contención.
Los primeros muertos por la radiación fueron dos trabajadores de la planta que fallecieron ese mismo día; otras 52 personas habían sido hospitalizadas. La ciudad durmió esa noche sin conocer esos números.
Hasta el mediodía del 27 de abril, las autoridades soviéticas creían que eran capaces de detener los incendios y el escape de radiación –incluso comenzaron a construir dos reactores más para desconcentrar la operación de los tres que seguían trabajando– y limpiar la ciudad sin que sus habitantes vieran afectadas sus rutinas cotidianas.
Justo ese día, los primeros enfermos se quejaban de dolores de cabeza, un sabor metálico en la boca, tos y vómitos. A corto plazo, esos síntomas eran causa de preocupación, pero las heridas más profundas que deja un desastre nuclear son invisibles hasta el largo plazo.
En el 2005, la Organización Mundial de la Salud estimó que la cifra total de fallecidos por el accidente podría alcanzar las 4.000 víctimas.
La evacuación de las 116.000 personas que recibieron el impacto directo del accidente –43.000 de ellos eran habitantes de Prípiat– hizo poco por minimizar el contacto con el material radiactivo, pues muchas de las movilizaciones se hicieron de forma tardía.
La evacuación de la ciudad atómica se anunció al mediodía del domingo, 36 horas después del incidente en el reactor y solo cuando que las autoridades se percataron de que los niveles de radiación aumentaban vertiginosamente.
¿Qué tomarían de sus casas si les dijeran que tienen que abandonarlas con sus familias en dos horas?
Las familias de Prípiat no pudieron tomar nada después de que escucharon el anuncio de evacuación.
Llevaron consigo sus documentos de identificación y los pocos que cargaron alimentos para su estancia tuvieron que deshacerse de ellos porque estaban contaminados de radiación.
El primer autobús partió a las 2 p. m. Se ocuparon un total de 1.200 vehículos para movilizarlos a todos. Pese al amplio despliegue, las primeras noticias en televisión y radio sobre la catástrofe se transmitieron en Rusia durante la noche del lunes 28 de abril.
La primera información internacional la transmitió Suecia porque una planta ubicada a 1.100 kilómetros de distancia de Chernóbil detectó niveles anormales de radiación en el ambiente.
Las áreas más afectadas por la radiación pertenecen a Ucrania, Bielorrusia y Rusia. Aún así, la contaminación se dispersó por Europa y llegó a depositarse incluso en tierras irlandesas y escocesas.
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El impacto ambiental a largo plazo se puede monitorear pero es imposible de proyectar. A quienes dejaron sus casas en Prípiat les prometieron que podrían regresar en tres días. Tres décadas después, la población del lugar continúa siendo de 0 habitantes: una ciudad fantasma que, al menos en este siglo, no podrá recuperarse.
¿Qué vive en Chernóbil? ¿Qué clase de vida llevan los mamíferos y aves que deambulan por la Zona de Exclusión? ¿Cómo viven las más de 100.000 personas que habitan las áreas de control estricto?
En el 2012, los cines de Estados Unidos estrenaron Terror en Chernóbil , una película del productor Oren Peli, –responsable, entre otras cosas, por la franquicia de Actividad paranormal –. En la Ucrania de Peli, Chernóbil es un paraíso turístico prohibido para un grupo de adolescentes intrépidos. Viajando sin guía hacia el centro de la catástrofe nuclear, el grupo tarda poco en darse cuenta que no están solos.
En la imaginación del cine, los libros de ficción, la televisión, los cómics y los videojuegos, la ciudad de Prípiat es un infierno plagado por monstruos mutantes.
Si bien la ciencia dice que la naturaleza que sobrevive dentro del área contaminada lo hace como lo haría en cualquier otro ambiente sin intervención humana, la ficción dice que los peces tienen colmillos letales y los lobos son asesinos sin escrúpulos.
La literatura y los documentales son cosa aparte. En ausencia de un gobierno que difundiera la historia “oficial” del accidente, los escritores se concentraron en hilar los acontecimientos de 1986, reunir los testimonios de las personas evacuadas y especular con las consecuencias de una calamidad para el que no existía hasta entonces ningún parámetro.
Entre esos autores, la nobelizada Svetlana Alexiévich reúne la más amplia variedad de testimonios de víctimas que se haya recopilado hasta ahora. Tuvo tiempo para dedicarse a ello y, a su vez, los entrevistados tuvieron su tiempo para asimilar lo vivido antes de contárselo.
Chernóbil es una arruga en el tiempo: los relatos que generamos logran alisarla para que podamos verla extendida.
En el 2006, la revista alemana Der Spiegel hablaba de las ciudades ucranianas repobladas, Prípiat, Chernóbil y Poliske. A principio del siglo, doce de los 80 pueblos más afectados habían vuelto a habitarse.
Es más fácil pensar en los 200 pensionados que volvieron secretamente a sus casas en 1987 cuando hay un rostro o un nombre en el relato.
Las caras de las tres abuelas que hablan en el documental Las Babushkas de Chernóbil no son las de seres mutantes.
“Dispárenos y cave la tumba”, recuerda Hanna Zavorotnya sobre lo que le dijo a los soldados que intentaron evacuarla. “A menos que haga eso, nos quedamos”.
Las abuelitas no tienen miedo, al menos no a la invisible radiación que abriga en casas. Sus miedos son más tangibles: al hambre, dicen.
Así que, sin hambre, posan sonrientes frente a sus huertas de calabazas, escarban para las cámaras las papas que salen de la misma tierra que continúa absorbiendo los contaminantes radiactivos: el cesio, el estroncio y el americio.
Viviendo en un ambiente así, esas mujeres podrían enfermar de cáncer y otras enfermedades sin saberlo, podrían morir en cualquier momento. ¿No es peor morirse de la angustia y la nostalgia?, se preguntan.
El turismo ilegal ha lucrado con ambas emociones. Los curiosos ven a Chernóbil como una atracción, un símbolo del apocalipsis que sobrevino después a los estados de la Unión Soviética.
¿La tragedia derrocó al imperio soviético? No sola, pero no se puede negar que colaboró a fragmentarlo.
A finales de la década de 1980, como dice Alexiévich, dos apocalipsis coincidían en el mismo territorio, uno político y social –la perestroika , la reestructuración de la Unión Soviética– y “uno cósmico, Chernóbil”.
En 1986, la humanidad estaba convencida de que la energía nuclear era el futuro.
¿Acabó Chernóbil con la esperanzadora era atómica?
No, aunque ciertamente mermó la certidumbre de su progreso. Según un informe que el Organismo Internacional de Energía Atómica actualizó esta semana, en el mundo operan un total de 448 reactores nucleares que generan energía eléctrica. Estados Unidos acumula el 22% de ellos, Francia el 13%.
Todos los países que se precian de tener megaciudades tienen al menos uno: aparecen en la lista todos los continentes: China, Japón, India, Suráfrica, Alemania, México, Brasil y Argentina.
En noviembre de 1986, el Organismo firmó una Convención sobre la pronta notificación de accidentes nucleares. La opinión pública resintió más el secretismo las autoridades soviéticas que los errores que provocaron la explosión de Chernóbil. El documento obliga a todos los países que mantengan actividad nuclear a comunicar cualquier irregularidad que ponga en peligro a su país u otros adyacentes. Ese y otros mecanismos no han bastado para contener otros accidentes.
En el 2011, las autoridades japonesas desplazaron a cerca de 100.000 personas fuera de Fukushima. El átomo pacífico que arruinó a Chernóbil hizo lo mismo en Japón.
La historia no se repite por capricho. El pasado de Chernóbil es nuestro presente más próximo.