El estruendo es seco: puño contra pómulo, puño contra nariz... como cuando un carnicero le da con un mazo a un pedazo de carne para intentar suavizarlo. Los golpes suenan por toda la calle fronteriza: puño contra mandíbula, puño contra boca. De pronto, un peleador sorprende la guardia de su rival y le propina un cabezazo en la frente; el ruido retumba áspero y doloroso.
La sangre escurre por el rostro del luchador de pantalón gris y el sujeto va a parar al suelo por segunda vez. Su contrincante, el de pantalón negro, respeta las reglas –la presencia de un réferi de camisa turquesa se las recuerda– y no ataca sino hasta que su rival se recupere. Finalmente se pone de pie, pero antes de volver al combate, saca un pañuelo de color verde fosforescente, se limpia la cara y sopla chorros rojos por las fosas nasales.
El de pantalón negro aprovecha esos instantes muertos para recuperar el aire. Su mirada sigue firme sobre su adversario.
Se reanuda la pelea: aguacero de puños y truenos de cabezazos.
No es un pleito de cantina, pese a los manantiales de guaro que se consumen en El Arqueo, El Fronterizo y El Oasis, bares que custodian la calle destruida y llena de piedras sueltas y puntiagudas que separa a las naciones de Costa Rica y Panamá. Se trata de una especie de deporte, parecido al boxeo, pero a mano limpia y sin protectores bucales, vendas, conchas ni vaselina.
Estamos en la frontera de Río Sereno, en el distrito de Sabalito de Coto Brus. Por acá pasa el 60% de los 15.000 indígenas ngöbe que arriban de Panamá a suelo nacional para trabajar en las cogidas de café.
Son ellos quienes se dan de golpes a manera de deporte recreativo.
No aceptan blancos –como les llaman a los no indígenas– en las contiendas; es algo exclusivo de ellos.
En el borde
La frontera muestra una pintoresca amalgama de excesos concentrados en una calle con pendiente de 200 metros de largo y 50 de ancho.
Desde mediados de setiembre hasta inicios del último mes del año –época de cosecha del grano de oro–, el lugar está repleto de gente, en su mayoría indígenas, pero también de muchos ticos y panameños de comunidades cercanas.
El alcohol –llámese cerveza, Cacique, ron, Seco de Verano– desfila entre vasos y botellas.
Por las calles, se ven personas gateando, desmayadas, intentando levantarse del suelo en medio de tremenda juma… Y esto, a partir de las 11 de la mañana y hasta que se agota la noche.
La calle divisoria muestra en su paisaje una superioridad numérica del género masculino. Hay, calculo, una mujer por cada ocho varones. En el bar El Arqueo, cuento 50 clientes hombres y tres mujeres. Ellas, aunque consumen, no forman parte de la clientela; ellas están trabajando: son servidoras sexuales.
Chanel, Sandra y Andrea llegaron de Panamá hace dos semanas para aprovechar la “temporada alta” de la frontera de Río Sereno.
Chanel cuenta que tiene 24 años. Luce un ajustado vestido negro de cuerina, sus piernas y trasero son su mayor atractivo. Sandra acaba de cumplir los 30; es morena y usa frenillos. Viste un short de mezclilla que deja ver el prominente final de su espalda. Andrea, ella deslumbra con un vestido rojo furioso, cortísimo y unos zapatos de tacón gigantesco. Su voluminosa figura hace pensar que se escapó de una exposición de Botero. Es la más joven, su cara de niña la delata: tiene apenas 19 años.
Ellas cautivan la mirada de muchos clientes; mas no de todos, ya que algunos ni las determinan. Están más concentrados en el trago que en el chance de un episodio de sexo.
Deambulan entre la barra y las mesas, coqueteando con los hombres, quienes, en plan de conquista, las acarician y tratan de parecer simpáticos.
Pese a que el ambiente apesta a macho borracho y a que no hay ningún gorila encargado de seguridad –como sí ocurre en la mayoría de burdeles– existe una relación de “relativo respeto” entre la horda de ebrios y las trabajadoras del sexo. Ninguno toca más de lo permitido, ninguno les dice vulgaridades, ninguno se pasa de la raya que ellas establecen.
En El Arqueo, bar con 20 años de historia, el tubo reservado para hacer shows de striptease está condenado al olvido por falta de uso. Pese a ello, un parroquiano, lujurioso y tomado, hace una “banca” con sus amigos para juntar los $15 (unos ¢7.600) que Chanel pide a cambio de bailar una canción de forma sensual y mostrarse en ropa íntima. Entusiasmados, los tipos rodean a la chica, pero en menos de cinco minutos, la rocola del bar marca el fin de la pieza y sentencia el ocaso del baile. No importa el entusiasmo de sus fans, la trabajadora sexual da por terminado el show y se viste. El público respeta el desenlace y no insiste por más espectáculo.
A los que están en El Arqueo parece no importarles las peleas de fuera, y a los de fuera, parece no importarles el espectáculo de El Arqueo.
‘Fight club’
Las luchas callejeras son constantes y, en ocasiones, simultáneas: puede haber hasta cinco al mismo tiempo. Los pleitos se reparten el espacio y la audiencia; a cada uno le toca un pedacito de calle y unos cuantos pares de ojos.
No hay enojos ni amenazas de por medio; la pelea empieza a partir de un acuerdo entre dos hombres que pueden o no conocerse y que pactan el combate. Luego, el enfrentamiento se le asigna a un juez (que es cualquier “bombeta”).
Quienes pelean, proceden a quitarse la camisa y se la dan a algún amigo para que se las cuide, o la guardan en una mochila. Lo hacen de forma parsimoniosa.
Comienza la batalla. Se forma un círculo y los espectadores se mantienen en silencio a lo largo de todo el enfrentamiento. Sus caras son poco expresivas; no hay angustia, ni emocion, ni vítores ni madrazos... La ausencia de ruido vuelve escandaloso cada golpe.
La manera en que pelean los ngöbe es muy singular: parece boxeo, pero tienen la guardia más abierta, similar a la que se utiliza en muay thay . Todos los golpes se dirigen al rostro y a la cabeza; las patadas están prohibidas, al igual que las llaves, o pegarle al otro cuando está derribado en el piso.
No hay un round de estudio. Una vez que comienza el combate, se lanzan unos contra otros, rápidos y agresivos. En ocasiones, se abrazan de los cuellos, algo parecido al clinch del kickboxing ; desde esa posición, intentan contener a su rival para luego lanzarle un puñetazo a la coronilla o un uppercut a la quijada.
Las peleas pueden durar desde los tres minutos hasta los 20; no finalizan hasta que uno de los dos no aguante más. A los ngöbe les cuesta reconocer la derrota. A veces, con la cara ensangrentada y tras visitar el suelo en varias ocasiones, insisten en seguir luchando…
De todos los enfrentamientos del fin de semana en Río Sereno, el más intenso fue el descrito al inicio de esta crónica, entre “pantalón negro” y “pantalón gris”.
El primero, el ganador, se llama Ronaldo Miranda. El segundo, no sé, se retiró herido y se perdió entre la muchedumbre.
Más allá del orgullo personal, la victoria no le genera ninguna recompensa a Ronaldo; no se pelea por plata ni hay apuestas en juego.
El negocio
El dinero en la zona fronteriza se destina, casi todo, a comprar licor. Los tres bares tienen un mismo dueño: don Sebastián Aguilar, un señor de 67 años cuya camisa abierta muestra su pecho lampiño; posee cabellera blanca, es renco y tiene un ojo caído.
Cuenta que llegó a tener mucho dinero, pero que un mal negocio con una empresa de transporte lo obligó a empezar de cero hace un par de décadas. Ahora vive en una habitación en la parte trasera de El Arqueo, la cual decora con retratos de su hija, una pequeña de cinco años. A la madre la conoció en el bar; trabajaba tal y como lo hacen Chanel, Karen y Andrea.
El Arqueo tiene tres habitaciones para encuentros sexuales, y otra, donde hay cinco camas, que funciona como dormitorio para las trabajadoras del sexo que pasan por allí. Siempre hay mucha rotación de mujeres, sobre todo en época de cosecha.
Ramona es la encargada de la barra. Es una dominicana de 51 años, de los cuales ha pasado en Costa Rica los últimos 11.
Antes ejercía el servicio sexual y asegura que llegaba a ganar hasta $300 (¢151.000) en una jornada. El encuentro sexual dura 30 minutos y cuesta entre $20 y $30 (¢10.000 y ¢15.000).
“Lo dejé para ayudarle a Sebastián con el bar, pero qué va… no se gana igual. Modestia aparte, yo tenía mi clientela; muchos todavía llegan a buscarme”, cuenta la morena mujer.
Solamente los blancos pagan por tener sexo, los indígenas se limitan a tomar y a ver a las muchachas.
El director del área de Salud de la Caja Costarricense del Seguro Social para Coto Brus, doctor Pablo Ortiz , explica que para los ngöbe es muy importante mantener puro su grupo étnico, por lo que solo tienen relaciones sexuales con mujeres de la misma etnia.
Ortiz, junto con las doctoras Xochitl Quirós y Andrea Cortés, desarrollan desde hace cuatro años una serie de acciones para prevenir la transmisión de enfermedades venéreas en la zona fronteriza. Además, brindan talleres, charlas y dan atención médica a las trabajadoras del sexo de Río Sereno.
Quirós detalló que tienen expedientes de 52 mujeres, con edades entre 19 y 60 años. Las servidoras sexuales son panameñas, nicaragüenses, dominicanas, colombianas y costarricenses. La mayoría trabaja para mandar dinero a sus países de origen y mantener a sus familiares.
Tal es el caso de Ramona, quien con lo que gana en El Arqueo, brinda sustento a sus tres hijas y a su mamá, en su natal República Dominicana.
A las mujeres se les regalan condones y hasta se les capacita sobre cómo colocarlos con la boca: una estrategia para convencer al cliente que se niega a usarlos. “También trabajamos su autoestima; les damos talleres de baile del vientre, cosas divertidas, así como manejo de finanzas y manicure ”, detalla Quirós.
Sigue el pleito
A los ngöbe no les gustan los ojos extraños sobre sus peleas. Por lo menos quienes las observan se sienten incómodos; los combatientes no muestran objeción.
Ronaldo, el peleador de pantalón negro, nos contó que entrena solo, pegándole a un saco, y reconoció que es uno de los mejores, pero que “aún le falta mucho”.
No importa si la pelea fue violenta, rápida, técnica o atolondrada, una vez que llaga a su fin, los involucrados se abrazan en señal de respeto, sin resentimientos o soberbias, y cada cual sigue su camino.
La Fuerza Pública desaprueba la actividad. Del lado tico, hay pocos agentes; uno de ellos es Gustavo Fallas, oriundo de Ciudad Neily y con 29 años de edad. Él confiesa que es un “policía de pueblo”, por lo que tiene poco apoyo de las autoridades centrales, pero que sí es muy respetado en la zona.
De hecho, la sola presencia de Fallas, que cada cierto tiempo se da una vuelta por la franja fronteriza, hace que se detengan las peleas.
Sin embargo, si el pleito está muy bueno, los luchadores simplemente cruzan la calle hacia el lado de Panamá, fuera de la jurisdicción de Fallas, y allí siguen golpéandose.
Del lado “pana”, a diferencia del tico, la carretera está impecable. A veces, en pleno enfrentamiento, pasa un carro que, sin darle mucha importancia al asunto, toca el pito para que le den paso. Los peleadores, con la guardia arriba o agarrados del cuello, se corren unos pasos hasta la acera, esperan que pase el vehículo y siguen volándose puñetazos.
Ronaldo luce cansado y parece que le duele el hombro. Le pregunto que si va a recibir asistencia médica, pero asegura que no le hace falta; su rival, el que salió derrotado y herido, tampoco se preocupa por eso. Me dice Ronaldo que no se acostumbra ir al doctor después de pelear... Nadie lo hace, sea que pierda o que gane.
Tampoco –afirma– se han dado muertes o lesiones graves. La conversación es interrumpida por un sonoro cabezazo... A dos metros de donde estamos, empieza un nuevo pleito.
Me pregunta Ronaldo que si yo me animaría a pelear, y sonríe, suponiendo mi respuesta.