"Eso Campeón, dele, dele duro", exigía una entusiasmada multitud. Pero Campeón, arrinconado, entre pétalos caídos, y ya sin ánimos de luchar, trataba de esquivar al perro necio que le ladraba en la cara.
Campeón es –tan solo– uno de los muchos gatos que deambulan por el Mercado Borbón, ubicado en Calle 8, entre Avenidas 3 y 5, en San José, y que está pasando por un proceso de transformación interna. La cooperativa del mercado, Coopeborbón RL está trabajando para remodelar instalaciones eléctricas, así como la estética de los puestos pero sin alterar la esencia del lugar.
Sin embargo, por el momento, la directiva del Borbón tiene la gran preocupación de encontrar métodos efectivos para atraer nuevos públicos, más jóvenes, aquellas generaciones que no han tenido la dicha de conocer el hogar de Campeón.
Manos en la masa
María tiene más de 10 años de visitar el Mercado Borbón. María tiene 67 años, y vive en Desamparados. Su cabello es corto, blanco incandescente, y su piel es "la envidia de las chiquillas".
Tiene entre sus manos una papaya, y una pequeña bolsa negra.
"Acá llevo mi receta mágica", me dijo. Una pócima que, según María, la mantiene con vida, pero sobretodo, con muy buen humor.
María además tiene apellido, y segundo nombre, pero no tiene ninguna necesidad de compartirlos: en el Borbón la conocen así, y eso le basta.
"Desde que tengo tres años mi papá me enseñó la importancia de los mercados de frutas y verduras. Él me explicó que yo siempre que estuviera dentro de un mercado iba a tener lo necesario para vivir: un refugio y alimento. Así que cuando ya crecí, y me podía mover sola y andar en buses, comencé a visitar este mercado. Acá pasé los mejores años de mi juventud".
El Borbón también resultó ser un espacio para que María pudiera socializar; mientras algunos visitaban salones de baile, o centros comerciales para ligar, María pasaba las tardes entre campesinos, cajas con aguacates y gatos.
"Cuando tenía como 25 años, mientras compraba bananos para un queque de Navidad, llegó un muchacho, muy bien vestido y perfumado. Me dijo que él me iba a pagar la cuenta. Yo no acepté. Pero a cambio le dije que fuéramos por un fresco".
Fueron. Se sentaron en la soda predilecta de María y pidieron un fresco de tamarindo y otro de frutas.
"Se llamaba Gerardo. Fuimos novios como unos tres años. Durante ese tiempo, visitábamos mucho el mercado. Acá teníamos nuestras citas. Nunca me regaló una flor que no comprara en el Borbón. Recuerdo que a él le encantaba estar acá de madrugada. Me decía que sentía mucha adrenalina viendo los señores sacar cajas de camiones con tanta rapidez. Le gustaba tanto que solicitó trabajo haciendo eso, y a los días estaba contratado".
Pero un día, entre un puesto de venta de pescado, María se topó a Gerardo besando a otra mujer.
"Me rompió el corazón. Yo solo le dije: 'Aja, te atrapé con las manos en la masa'. Y nunca más le hablé, después de ese día. Me costó mucho regresar al Mercado Borbón, pero bueno, ya estoy vieja. Y volví después de esa relación, aunque tuve otras, esa me marcó. Durante mucho tiempo pasé llorando, pero luego pensé en lo que mi papá me había dicho, y así fue como regresé al mercado, en busca de alimento y refugio".
El oficio
Caminando sin rumbo, algo que suele suceder dentro de un mercado, me encontré de nuevo con Campeón, esta vez junto a su dueño.
José Mario Rojas vende, de vez en cuando, escobas en los alrededores del Borbón. Junto a él, siempre su felino.
"Todas las mañanas me doy una vuelta por este mercado. Acá desayuno bien, y barato. Y nunca me ha sabido mal la comida. Y así es como empiezo el día".
Rojas, –obviamente– no es el único que tiene esta costumbre. Por eso, a cualquier hora, la zona donde se encuentran las sodas del mercado, está constantemente repleta y en acción.
A pesar de la gran demanda que tienen las cocineras, –todas–, por alguna razón, conservan cierta paz al momento de recibir los pedidos. Una paz que, según el día, puede desesperar a cualquiera. Pero es una paz que, según el día, puede darnos una lección trascendental.
"Me puede dar una sopa de pescado, dos pintos, una crema, y una olla de carne".
"Yo quiero una tortilla con queso".
"A mí me puede dar para llevar un casado, y un café negro".
En segundos, una señora morena tomó un papel, y pidió que por favor le repitieran la orden. Luego ella, y otras señoras con delantal, charlaban. Una contaba que a su marido se le sigue olvidando sacar la basura, otra decía que no le dio tiempo de lavar los platos. Una tercera se carcajeaba.
"Ven, por eso mejor estar como yo, soltera y en paz".
Luego, la orden es tomada en cuenta. Nadie se queja, nadie apura a nadie. La comida sale lista en menos de cinco minutos. Todos los clientes quedan satisfechos.
Jugar para ganar
En una esquina del mercado, en una zona algo alejada del bullón, se encontraba un grupo de hombres haciendo mucha más bulla.
Todos estaban sumergidos en un juego con naipes, pero era un juego completamente ajeno a lo que yo conocía.
"Es un juego que trajo este desde Nicaragua", me dijo uno de los participantes.
Allí no existía el contacto visual, cada quien estaba demasiado concentrado como para poder mirar a su alrededor, y distraerse con algún problema menor, como las goteras que protagonizaría en minutos el recinto.
Los jugadores estaban sentados en cajas para almacenar aguacates. Arriba, en las paredes, colgaban carteles con propaganda, promocionando los distintos tipos del verde manjar.
La particularidad del juego es que nadie pierde. Así me lo explicaron.
"Todos ganan, esa es la idea", me decían en coro, sin despegar la mirada de los números y los rombos.
Con el paso del tiempo, se sumaban más jugadores, y espectadores.
Los que no jugaban, elegían un participante para darle consejos. Otros, solo se reían del caos.
"Es que no ve, estos vagos no hacen nada".
"Usted no hable, que con esto alimento a los chiquillos", bromeaba uno de los jugadores.
Luego, cayó el aguacero. Entonces, uno de los presentes, un señor canoso, y con las manos pequeñas corrió a quitar cajas, poner cajas, subir cajas. Armó, en menos de cinco segundos, una guarida para que el juego continuara ileso.
"Ve, la gente que pasa seguro piensa que acá todos somos unos vagos. Pero no se imaginan lo cansado que es bretear acá", decía el señor.
Estilizados
Atenea es la diosa de la guerra, la civilización, sabiduría, estrategia, de las ciencias, de la justicia y de la habilidad. Es también la hija favorita de Zeus, y es –y esto es más importante que lo anterior– el nombre del único salón de belleza que existe dentro del Borbón.
Allí trabaja Patricia Retana, quien mantuvo ese salón por 15 años en otro lugar, cerca del mercado, por el hotel El Imperial.
"Diay, irse de ahí no fue fácil. Perdí mucha clientela pero ya con los días la gente se anima más a visitarme al mercado. Es que a muchos les parece rara la idea. Pero luego vienen, y les encanta todo lo que pasa".
Pero es que la idea de cortarse el pelo dentro de un mercado de frutas y verduras no es algo tan común; he ahí, su magia.
"Es súper bonito. Viene todo tipo de gente. Me cuentan qué compraron. Me pasan santos para hacerme mascarillas naturales. O nada más se sientan y se ponen a conversar conmigo mientras la esposa o la tía hacen las compras", dice Retana.
Además, el salón ofrece servicios desde corte de cabello hasta manicure.
"Creo que lo que más me gusta es que vacilo mucho".
Ésto, porque una gran mayoría de los puestos de ventas están liderados por hombres, lo que implica bromas constantemente.
"Molestan montones. Pero es muy divertido, y son muy respetuosos. Por ejemplo, a veces entra una cliente, y alguno se acerca para decirme: 'pero qué le va a hacer usted a esa mujer, si ya así está perfecta'".
El pasaje de vargas
Cuando Humberto Vargas (padre del cantante) tenía 11 años, su mamá le alistaba –en tarros vacíos–, nísperos, jocotes o zapallitos tiernos que su familia sembraba.
"Me ponía la lata dentro de un saco de manta que mamá alistaba, bien blanquito. Entonces me iba para el mercado de Heredia, y ahí le pagaba 50 céntimos a una señora que me alquilaba un campito pequeño en su puesto. Cuando yo salía a la calle, la señora me vendía lo mío también, me guardaba la plata y luego yo le pagaba el día".
Después de eso, mientras Vargas cursaba el colegio, decidió salirse sin terminar el año para arrear bueyes.
"Yo veía que a mi papá le estaba costando un poco, entonces me salí. Mi familia no quería porque yo era de diez corrido. Pero eso fue lo que decidí".
Luego, una tarde, su hermana le propuso trabajar en el Mercado Borbón. Su cuñado ya tenía un negocio ahí, así que se fue. Y 50 años después, Vargas continúa en el mismo lugar.
"Me gusta mucho la familiaridad que se crea acá. Uno ve a las mamás con sus hijos pequeños. Y luego, de repente, uno ve a esos niños ya grandes, con sus hijos".
Entre tanta gente que a diario pasa por el pasillo donde trabaja Vargas, uno pensaría que no es fácil recordar tantos rostros.
"Es que uno crea una familiaridad, con el trato, y la amistad. Por eso es que uno los recuerda".
Sobre el negocio de las verduras, don Humberto tiene un consejo.
"El negocio está bien, siempre y cuando no se cobre muy caro".
El coleccionista
En otro puesto se encuentra Johnny Agüero quien tiene su propio método para atraer clientes.
"Yo hago mis propios rótulos. También tengo mis dibujos acá, y me gusta coleccionar de todo. Desde máquinas para coser hasta monedas".
Agüero es uno de los muchos hombres emblemáticos del mercado, parte de la esencia y el ritmo acelerado de estos lugares.
"Yo soy de aquí, de este mercado. Aquí vivo, aquí me muero”".