Pecho descubierto, casi hasta el ombligo de ese cuerpo de sílfide que, a la vez, era el de macho voraz. Un micrófono nada más; el fondo negro; el cabello largo y lacio. La voz transformada en la de sirena y la de niño hambriento. “Quiero ser tu hermano. Quiero ser tu madre y tu hermana también. No hay ningún otro que pueda hacer las cosas que te haré”.
A Prince lo vemos así en un video de 1979: I Wanna Be Your Lover . Cantaba todo lo que quería ser y lo era, en ese momento. Tocaba más de 20 instrumentos en apenas su segundo disco, su primer éxito. Era peligroso. “Am I black or white, am I straight or gay? ” (“¿Soy negro o blanco, soy hetero o gay?”), cantaba en Controversy, al comienzo de esos aceleradísimos y arriesgados años 80. Prince, bañado en púrpura, hizo una fiesta de la época de la maleabilidad, la sexualidad disfrutada a plenitud.
Quizá no le dio tiempo de compartirlo todo. Con Purple Rain (1984) –tanto álbum como película– se propuso convertirse en superestrella y, curiosamente, lo logró. Desde entonces, se convirtió en lluvia. No cesaba. A aquel éxito masivo le siguieron 33 álbumes de estudio más, el doble o triple de lo que un artista legendario suele grabar, y en una mezcla única de soul, funk, R&B, rock y cuanto género pudiera incluir.
Era un guitarrista excepcional, quizá uno de los mejores de la historia. Moldeaba su voz con violenta facilidad. Bailaba como si su pequeño cuerpo pudiera soportarlo y, al fin, esa exigencia física jugó un papel en arrebatárnoslo: Prince Rogers Nelson falleció por una sobredosis de opiáceos analgésicos. Una estrella que se consume a sí misma. Pura luz.
El luto es ansia por compartir más con alguien en sintonía con nuestro espíritu. Sentimos tal luto por músicos como Prince porque nos regalan lo mejor de sí mismos. “Nunca quise ser tu amante de fin de semana / solo quise ser alguna especie de amigo”, canta en Purple Rain. Pero más que eso, logró ser nuestro amante. Cantaba sexo; nos enseñó a disfrutarlo más.