Los guilas de Mariano están sentados muy cerca del putero. La salvada es que el negocio está cerrado. Es lunes por la tarde, y lo único que circula por la empinada callecilla de piedras sueltas son indígenas ngöbes jalando hijos, mujeres, gallinas y perros en su ruta hacia los cafetales. Las putas de Río Sereno están en su día de descanso.
Hay cuatro sacos cargados de ropa sobre el suelo. Una caja de cartón con dos pollos adolescentes adentro, que servirán de comida si la cosa se pone dura de este lado. Una gallina chiricana se coló en el viaje junto a dos zaguates amarrados con mecate a un palo, para que no se escapen. Diez niños y siete adultos. Esa es la familia que Mariano Moreno Santos se trajo de La Comarca, en Panamá, para Coto Brus, en Costa Rica, a coger café.
Su plan es vivir en la casa que le prestará el patrón, trabajar en la granea, luego en la cosecha y después pasar –si puede– a lo mismo en los cafetales de Los Santos. Le prometieron que le pagarían a ¢1.000 la cajuela, un poco más del precio fijado. Muchos de sus coterráneos avanzan aún más, hasta llegar a los cafetales de Grecia, Naranjo y San Ramón, en una travesía que se prolonga medio año.
En un mensaje que le enviaron días atrás, con un conocido, venían las instrucciones: “No se mueva de la entrada, que el patrón vendrá a recogerlos en camión”. Iban a ser las 3 de la tarde y el mentado transporte no aparecía. Acuclillados frente al minisúper del pueblo y cerca del putero donde ese día no había actividad, los 17 indígenas esperaron pacientemente. Estaba nublado y ya empezaba a gotear.
Las mujeres y los niños venían con sus vestidos de docoma verde, anaranjado, azul, amarillo, morado; con sus collares y pulseras hechas con bolitas de plástico de colores. El pelo suelto hasta la cintura, zapatos y botas de hule, de esos que forman un charco de sudor en la planta del pie cuando arrecia el calor.
En La Comarca (algo así como una enorme reserva indígena al sur de Panamá), dejaron a los más viejos de la familia, incluida a la viejísima mamá de Mariano. Se vinieron los jóvenes, los que aguantan canastos y sacos cargados de café y aún pueden guindarse de los barrancos sembrados con el grano.
Peregrinaje
Mariano sacó de la chacra el documento que le pidió el funcionario tico en el puesto de Migración de Río Sereno. Es el salvoconducto panameño que le permitirá trabajar en suelo costarricense.
Para su mala suerte, el nuevo programa de cedulación indígena recién puesto en vigencia por la Dirección General de Migración, presentó problemas de sistema el lunes en que él ingresó al país. De haber servido, se hubiera llevado una flamante cédula de residencia temporal. No se pudo. (Ver recuadro aparte)
“De todas formas –dijo– no tengo los $30 (cerca de ¢15.000) que piden. ¿De dónde los voy a sacar si vengo solo con lo que tengo puesto?”, comentó.
En el 2011, 15.000 indígenas ngöbes entraron al país para trabajar en diferentes cultivos, especialmente en cafetales y bananeras. El 95% de los peones de café son de esa etnia.
Entran por los puestos migratorios de Río Sereno, en Coto Brus; Paso Canoas y Sixaola. Esos son suelos conocidos para ellos desde hace miles de años. Eran territorio de sus ancestros hasta que los blancos pusieron fronteras y los convirtieron en extranjeros en su tierra.
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Eso explica por qué están obligados a presentar un salvoconducto para poder trabajar de este lado. De lo contrario, se exponen a más abusos de los que normalmente sufren cuando algunos patronos los someten a condiciones de vida lamentables, quienes se aprovechan de su pobreza e ignorancia. También, porque es imprescindible que sean identificados. Ya son varios los que han muerto aquí sin saberse su nombre.
Se calcula que en café, cada indígena logra un ingreso mensual aproximado de $233 (unos ¢117.000). El 41% de ese dinero se va en comida, pago de servicios y recreación. El resto, lo ahorra. Otros trabajadores migrantes y de temporada, como los de melón, ganan al mes un aproximado de $292 (unos ¢146.000) y gastan el 58% de ese salario. Los de caña ganan $432 mensuales (¢217.000) y gastan el 53%.
Los datos los facilitó el subdirector de Migración, Freddy Montero, quien tuvo acceso a un estudio que hizo el Banco Central de Costa Rica (BCCR) con trabajadores transfronterizos y de temporada (2011-2012). El estudio es una aproximación al ingreso y gasto de estos trabajadores para determinar su peso relativo en el PIB.
“Los indígenas culturalmente tienen condiciones diferentes a otros trabajadores migrantes: son muy ahorrativos. De lo que ganan, el 60% se queda con ellos para invertir en la propiedad que tienen en La Comarca o en compra de productos que no encuentran allá”, cuenta Montero.
Y es cierto. Mariano piensa ahorrar todo lo que logre ganarse junto a los hijos que estén en capacidad de trabajar y de aportar así al ingreso de esta numerosa familia.
Existen... y no
En la escuela de San Miguel de Sabalito, en San Vito de Coto Brus, hay un niño ngöbe que no existe para efectos del Registro Civil. Es Mauricio Miranda y tiene seis años. Nació en la casa que el patrón le presta a sus papás. Su mamá no lo inscribió.
“No es el primer caso. Está el de Irene y el de Roxana. Sus mamás no saben leer ni escribir. Los dan a luz en el rancho y no ven la necesidad de registrarlos. En el Ministerio de Educación Pública lo que hacemos es escribir una declaración jurada donde los padres hacen constar que esos son sus hijos”, contó la maestra de preescolar Laura Campos Monge.
En esa escuela, el 40% de los 114 alumnos son indígenas ngöbes. Los chiquillos no tienen fiesta de la alegría. Solo un convivio, que este año será el 30 de noviembre. “No les podemos hacer la fiesta en la fecha del MEP porque muchos se van con sus familias hacia Los Santos a coger café”, explicó el director, Danilo Araya, quien está en busca de los regalos que les dará este año.
La pobreza es evidente. No hay zapatos de escuela; solo botas, y bien embarrialadas por pisar la tierra roja de las plantaciones. “Son niños muy tímidos, les cuesta comunicarse. Requieren adecuaciones curriculares para ir avanzando en la primaria”, comentó el director.
Wilber Montezuma, de 9 años, viaja seis kilómetros al día –tres de ida y y tres de vuelta– hasta la escuela de San Miguel, el único lugar donde puede comer arroz, frijoles, carne, fresco y ensalada.
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En la olla que tiene sobre el fogón Jéssica Santos Arauz, solo hay frijoles para el almuerzo; hervidos en agua, sin sal ni “olores”. Les arrima plátanos que Herminio Montezuma, su esposo, trae de donde trabaja. En un día de suerte, Herminio aporta ¢5.000 de jornal para alimentar a los cuatro de su familia. Lo legal, según el Ministerio de Trabajo, es que el día se pague a ¢8.120. Jéssica estaba al lado del fuego, esperando que hirvieran los frijoles. Aunque no le sale leche, tenía pegada al pecho a su hija menor, Bertina, de diez meses. La piel de la niña está llena de llagas por la sarna.
Casos así son comunes, comentó el doctor Pablo Ortiz, director del Área de Salud de Coto Brus. Sarna, piojos, desnutrición, parasitosis, enfermedades respiratorias severas, diarreas. “Las poblaciones que tenemos acá muestran indicadores de salud comparables con el África subsahariana”, explicó William Sáenz, al comparar la situación de los ngöbes con una de las zonas más miserables del mundo. Sáenz es médico y trabaja con Ortiz en la atención de los indígenas. (Ver nota aparte)
Más difícil que nunca
Este año, la cogida de café ha estado más dura que nunca. “El café está enfermo”, diagnostica Mariela Jiménez, líder ngöbe de San Vito de Coto Brus. No ha llovido en semanas y los granos rojos son escasísimos entre el verde profundo de los cafetales.
Marcelino Pinzón se trae a sus dos mujeres, sus 16 hijos y dos perros al cafetal. Es peón de Marco Tulio Jiménez, en el inmenso plantío de caturra en Porto Llano de San Miguel, en Sabalito de Coto Brus.
Caminan entre los eucaliptos y porós con sus canastos de plástico a la cintura, atrapando cada grano rojo que hallan entre las ramas. En un día bueno, recogen una cajuela, o, lo que es lo mismo, ¢1.000 para el gasto familiar.
“Ahora, estamos en la granea, pero esperamos que empiece a madurar a mediados de octubre”, comentó el patrón. Marco Tulio describió a sus peones indígenas como tranquilos y obedientes: “Ellos son como pajaritos. Saben el tiempo de la cosecha. Son personas sencillas que vienen a trabajar”.
El patrón tiene herencia cafetalera. De hecho, Marcelino trabajó para su papá. Marco Tulio le cedió una casa de madera con tres habitaciones para que él viva con su familia. Allí disponen de cañería con agua potable y luz eléctrica, algo poco común en otras fincas.
En esa casa, se turnan cuatro camones de madera sin colchón, un baño, y el “área social”: un rústico rancho de latas donde está el fogón y desde el cual se ve el “cabito” de tele comprado a pagos.
“Solo tengo dos señoras”, comentó Marcelino. Tiene seis hijos con Raquel y diez con Carmen. Viven juntos. Todos se levantan a las cuatro de la madrugada para empezar la jornada a las 6. Sin importar la edad, se meten al cafetal con los primeros rayos. Como la cosa está dura este año, se ha tenido que endeudar de “a fiado” en la pulpería. “Debo ¢180.000. Cuando empiece la cosecha, los primeros cincos son para el pulpero”, dijo.
El reverso de la moneda
Eusebio Julián José consiguió su cédula de residente temporal: la número 159100342106. Trabaja en una bananera en Sixaola, Limón, que le facilitó los $30 para el documento a través de un plan de crédito de la asociación solidarista.
Los ngöbes de este lado laboran en banano. Llevan años de cruzar el puente sobre el río Sixaola para instalarse en los cuadrantes residenciales de las compañías. Las mujeres no visten el traje típico que se ve entre las indígenas de Coto Brus. “No lo sé hacer y es muy caro”, justificó Milka Miler, esposa de Eusebio y mamá de los tres hijos del hombre. El vestido ngöbe cuesta $35 (¢17.500) en las tiendas panameñas. Por eso prefieren la ropa americana que les venden los chinos.
En la casa prestada donde vive Eusebio, hay refri, televisor, teléfono celular con tarjeta, ventilador y radio comprados del lado panameño, en las tiendas libres de impuestos de los árabes de Guabito. Sus tres hijos estudian y ya no hablan ngöbe, aunque entienden frases.
Sí; hay un cambio cultural evidente, y una diferencia entre los ngöbes que ingresan por Sixaola y los que lo hacen por Coto Brus.
“Las ocho horas de trabajo las pagan en Panamá a $12 (¢6.000). Aquí, al doble. Todo es mejor de este lado. Yo ya voy muy poco a la comarca, porque mi vida está de este otro lado”, reconoció José Palacios Becker el día que fue a sacar su cédula de residencia permanente a la oficina de Migración en Limón.
José describe La Comarca como un territorio inmenso, entre montañas, donde la gente vive pobremente, comiendo lo que el bosque tropical quiera regalarles. Un día será tepezcuintle (allá le dicen conejo); otro tiquisque; otro banano y yuca con arroz.
Él, al menos, no piensa regresar. Se quedará en la bananera hasta que Dios quiera. Hace las tareas más fuertes: acarrear el racimo, cortar y jalar la fruta. Lo hace de buena gana, asegura, pues, al fin y al cabo, de este lado de la frontera el destino golpea menos.
Mariano Moreno sabe que vienen días de trabajo duro. Cuando lo dejamos, seguía esperando el camión que lo llevaría junto a su parentela a internarse en los cafetales con la esperanza de una mejor vida.