El recorrido hasta la cima del “gran valle hirviente” en Hanoke, Japón no es nada sencillo.
Primero, un tranvía conduce a los turistas hasta la plataforma donde se toma el teleférico para ascender, mientras se divisan paisajes como el monte Fuji y el lago Ashi.
Al final del riel, cuando se abren las cabinas de este medio de transporte, comienza otra parte de la aventura, en la que hay que caminar cerca de un kilómetro, un ascenso que parece nunca acabar.
Sin embargo, el esfuerzo vale la pena, especialmente para quienes creen en las particulares propiedades de los Kuro-tamago o lo que en español sería “huevos negros”.
El oscuro alimento ovalado es la mayor atracción que se encuentra en el parque nacional Fuji-Hakone-Izu, ubicado en el valle Owakudani, un lugar también frecuentado por su actividad volcánica.
La creencia popular repite que con cada huevo de estos que alguien lleve a su boca, su vida se prolongará siete años. Es decir, en cada bolsa de Kuro-tamagos que se vende en el parque, se ofrece un buen tiempo adicional de vida.
El precio de cada bolsa de papel, que incluye cinco huevos negros, tiene un valor de 500 yenes (¢2.800 aproximadamente), un módico precio para lo que –según los creyenceros– equivale a 35 años adicionales para el comensal.
Quizá la curiosidad del asunto pierda un poco de interés cuando el turista se entera de que aquellos no son más que simples y silvestres huevos de gallina. Sin embargo, se recupera la emoción cuando se observa de cerca el proceso que se debe llevar a cabo para obtener el drástico cambio de color.
Platillo sulfúrico
Los futuros consumidores pueden presenciar la metamorfosis de su platillo en tan solo pocos minutos. Todo empieza cuando un operario de gabacha azul y mascarilla blanca hunde las celdas repletas de huevos de cáscara clara en las aguas termales.
Durante esta fase, el hervor dentro de los cráteres amarillos es acompañado por un incesante olor sulfúrico que podría quitarle el apetito a cualquiera, menos a aquellos empecinados en comerse los huevos de la longevidad.
Las canastas metálicas se sacan con los huevos ya cocidos y con sus cáscaras bien negras. Se debe esperar un rato mientras se enfrían y se secan, antes de que los empaquen de cinco en cinco.
Se venden junto a sobres de sal para aderezar los huevos, cuyo sabor será igual al de cualquier huevo puesto por una gallina.
El lugar para comerse el “platillo” está repleto de mesas pero no tiene una sola banca. El suelo es una gran alfombra negra y crujiente, gracias al cúmulo de restos de cáscaras que van quedando como evidencia de los últimos clientes que han pelado allí sus huevos.
Si los Kuro-tamagos no son comidos 48 horas después de haber sido hervidos en las minas de azufre, su cáscara pasará del negro intenso a un amarillo desteñido y su supuesto valor revitalizador habrá sido desaprovechado, dicta la creencia.
No faltan los que aseguran que la leyenda no es más que una estrategia de mercadotecnia para atraer más visitantes a Fuji-Hakone-Izu.
Esta posición se respaldan con la cantidad de productos que se venden en la tienda de recuerdos del parque: juguetes, llaveros, peluches y ropa figuran entre los souvenirs . En cambio, si la creencia fuese cierta, los comedores de Kuro-tamagos tendrían muchos años para regresar a visitar el gran valle hirviente.
Colaboró Eyleen Vargas