Alfredo de Prusia, Sajonia y Altemburgo es el nombre del último príncipe de Prusia, quien vivió en Costa Rica buena parte del siglo XX y poco más de un decenio del siglo actual. Su historia, alejada de las grandezas nobiliarias, termina en una bóveda del cementerio de Purral, de Goicoechea.
Su padre, el primer príncipe alemán en morir en Costa Rica se llamó Segismundo, y agonizó el 14 de noviembre de 1978 en los calores del hospital Monseñor Sanabria, en Puntarenas, mientras el administrador de sus fincas y su mano derecha, Florentino Vindas, lo acompañaba en completa impotencia.
Segismundo de Prusia, sobrino del último emperador de la gran Alemania, bisnieto de la reina Victoria de Inglaterra y sobrino de la última zarina rusa, exportador de miel de abeja y dueño de un generoso terreno de más de 100 hectáreas en San Miguelito, de Barranca, llegó al centro médico con una dolencia pulmonar y no salió más. Quienes lo conocieron en vida culpan a los cigarrillos Piel Roja que fumaba sin parar, y el dictamen forense confirmó la causa de muerte: enfisema pulmonar.
Apenas unas horas antes de fallecer, su hijo Alfredo, un afable soltero de 53 años, había visitado el hospital para verlo y después regresó a la isla Jesusita, en el golfo de Nicoya, donde trabajaba como administrador del único hotel en el islote. La noticia del fallecimiento de su padre le llegaría por telegrama.
Mientras el mensaje esperaba a Alfredo en la isla, o tal vez cuando este cruzaba el golfo en dirección al islote, Vindas empezaba las diligencias fúnebres. Compró un ataúd en Puntarenas, reservó una parcela en el cementerio de Esparza y, el día después de su muerte, el cuerpo de Segismundo arribó al camposanto. Llegaron a despedirlo su esposa Carlota, sus colaboradores más cercanos y un pastor luterano que viajó desde San José.
Durante más de una década, los restos de Segismundo soportaron la soledad de la fosa hasta que, en 1989, llegaron para acompañarlo las cenizas de su mujer. Sería la última integrante de la familia que yacería allí. Su hija había regresado a Europa mucho antes, y Alfredo pasó sus últimos años en Purral, de Goicoechea.
Poco más de 80 años después de que los príncipes llegaran a Costa Rica, aquel hijo, el segundo y último príncipe prusiano del país, falleció lejos del proyecto que quiso levantar su padre, aunque para entonces la finca familiar ya no exportaba miel. La casona de San Miguelito estaba desmantelada y Alfredo, un anciano de 88 años al momento de morir, llevaba mucho tiempo sin visitar la tumba de sus padres en Esparza.
La finca
Alfredo de Prusia, Sajonia y Altemburgo murió y nació en lugares tan recónditos de Centroamérica que probablemente sean pocos los geógrafos europeos que los hayan oído mencionar. Su madre lo parió un 17 de agosto de 1924 en la finca Santa Sofía, en Guatemala, en los años en que su padre probaba suerte como cafetalero. Tras fracasar el experimento agrícola, la familia volvió a Alemania, pero su regreso fue fugaz y, en 1927, arribó a Costa Rica.
En este país, Segismundo adquirió un terreno en Barranca que, en ese entonces, tenía solo 20 hectáreas. El cambio fue brutal. Carlota había nacido en el Castillo de Altemburgo y, su esposo, en el Palacio Ducal de Kiel, pero en Costa Rica empezaron de cero con piso de tierra y cocina de leña.
Alfredo y Bárbara llegaron de 3 y 7 años de edad, y ahora es imposible saber qué pensaron del nuevo país. Por más príncipe que sea un niño, ¿preferirá un potrero lleno de naranjales o un pasillo custodiado por pinturas renacentistas?
Una de las fotografías que se conservan de esa infancia muestra a una chiquilla de trenzas rubias y a un niño descalzo, pero impecablemente peinado, subidos en un árbol junto a su madre y a Alejandro Carvajal, capataz de la finca. Aunque San Miguelito empezó como una casita de dos cuartos, a inicios de los años 30 ya era una casona de madera de dos pisos, con una biblioteca vastísima refrescada por libros enviados desde Europa y un mirador en un altillo con vista al golfo de Nicoya.
La vida estaba tratando bien a los príncipes. Desde Barranca salían estañones con miel de abeja para exportar a Europa, y los niños recibían lecciones con una institutriz alemana.
En 1938, Alfredo y Bárbara cruzaron el Atlántico para ver a su abuela paterna. Segismundo puso una condición: que Alfredo fuera a un internado en Suiza, para así evitar el adoctrinamiento nazi de los colegios alemanes. Bárbara ya había finalizado la secundaria en el Colegio Superior de Señoritas, por lo que pudo permanecer con su abuela en el palacete familiar de Hemmelmark, al norte de Alemania.
Luego llegó la Segunda Guerra Mundial. Cruzar el Atlántico era casi una misión suicida por el asedio de los submarinos, pero ambos hijos lograron sortear el conflicto lejos de casa.
En Costa Rica, las exportaciones de miel de abeja se suspendieron, y el pasado de Segismundo como militar alemán –durante la Primera Guerra Mundial– lo convirtió en un sospechoso cuando el país le declaró la guerra al Eje. Sin embargo, nadie llegó a buscarlo a Barranca para enviarlo a los campos de concentración en San José.
La década de 1950 trajo cambios para la familia prusiana. La princesa Bárbara había decidido permanecer en Europa con su abuela, ejerciendo con soltura su título y, en 1954, se casó con el duque de Mecklenburg-Schwerin.
Si en su boda –celebrada en el castillo de Glücksburg con 130 invitados de la nobleza– pensó mucho o poco en Barranca, no lo dijo nunca.
Alfredo regresó de Suiza en 1946. Tras una breve estancia en Costa Rica se marchó de nuevo a Europa –ahora para estudiar agronomía– y finalmente regresó a San Miguelito cuatro años después, pero sin intención de vivir para la finca.
¿Cuáles eran esos planes de Alfredo? Trabajó dos años con el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) en la represa de Cachí, y después coordinó la logística para Ambosmares, una empresa de transporte marítimo y aéreo. Un rol similar jugó en Servicios Centroamericanos S. A., donde coordinaba importaciones de productos industriales que esa empresa hacía desde Alemania.
Su último trabajo antes de la muerte de su padre Segismundo fue como administrador del hotel Isla Jesusita, un establecimiento de 20 habitaciones en un islote del golfo de Nicoya. Fue allí, en el hotel junto al mar, donde Alfredo se enteró de la muerte de su progenitor.
El autoexilio
Los príncipes Segismundo y Carlota, los padres de Alfredo, habían llegado a esta república tropical y bananera en 1927, tras romper relaciones con la realeza alemana. El centro de la disputa fue una joven veinteañera quien aseguraba ser Anastasia Romanov, hija del último zar ruso, la misma princesa que Fox Studios rescató en una película de la década del 90.
Segismundo era primo hermano de la familia Romanov, y había compartido juegos de infancia con Anastasia y sus hermanos antes de que la dinastía fuera destronada por la Revolución rusa de 1917. Aunque la mayor parte de la realeza rechazó su pretensión, Segismundo encontró a la joven –que después sería conocida como Anna Anderson– tan parecida a su prima que no le quedó duda: era Anastasia.
Dos veces la puso a prueba: primero, preguntándole cuándo se habían visto por última vez Anastasia y él, y después, con 18 preguntas que solo la princesa sabría. Satisfecho con las respuestas –explica la historiadora estadounidense de origen costarricense Flory Marie Stravlo, quien investiga el tema desde hace 15 años y tiene dos libros listos–, Segismundo se enfrentó a la mitad de los príncipes y duques del continente, para quienes ella era una impostora.
Como su familia prohibió mencionar el tema, Segismundo y su esposa Carlota hicieron maletas y zarparon hacia Centroamérica. Aun a la distancia, el príncipe contactó a Anderson con otros nobles europeos e intercambió correspondencia con ella y con otra mujer que afirmaba ser Olga Romanov, hermana de Anastasia. Cuando el caso tomó fuerza de nuevo, en 1957, Segismundo de Prusia fue uno de los más férreos defensores de la joven Anderson. Hasta la muerte, él sostuvo que la nobleza europea injustamente había rechazado a Anastasia y a Olga. Lo mismo pensaba su hijo, el príncipe Alfredo.
Vida adulta
Si en algo coinciden quienes vieron al príncipe-niño corretear por Barranca y después lo conocieron de adulto, es que Alfredo de Prusia vivió desapegado de lo material.
Alfredo no era ni el príncipe ni el mendigo. Lo mismo conducía una lancha por el golfo de Nicoya, que vestía de gala para la boda de su sobrina en Alemania. Podía conversar de antroposofía en los salones de residencias en barrio Amón o escalar los volcanes de Guanacaste. Si un día enviaba condolencias a la familia real británica usando la camisa de hace cuatro días, no era de extrañarse. Durante su vida, logró balancear dos personas en un solo cuerpo: Alfredo de Prusia, Sajonia y Altemburgo, y Alfredo el de Barranca, el que vivía en una casita en San Pablo de Heredia, el que nunca tuvo chofer.
Unos meses después de la muerte de su padre, Alfredo se mudó a San Pablo con Noel Martínez, un ebanista amigo suyo quien cocinaba y le ayudaba con la casa. Su hogar era sencillo y, entre todo lo que puede pedir o desear un príncipe, Alfredo solo necesitaba gasolina en su carro para ser feliz.
A los 60 años, en 1984, se casó con una acaudalada checoslovaca llamada Maritza Farkas, con quien viajó por Estados Unidos y Europa. Sin embargo, el príncipe prefirió siempre la vida apacible de Heredia y la brisa del Pacífico. Así, mientras su esposa subía y bajaba de aviones, Alfredo conducía por el país. En esos años, su madre, Carlota, viajó a Hemmelmark a encontrarse con su hija y morir con comodidad. Sus restos regresaron a Costa Rica a reposar junto a los de Segismundo en 1989. Su hija Bárbara murió en 1994 en Hemmelmark.
La vida de Alfredo cambió en 1996 cuando falleció su esposa, con quien no tuvo hijos. “Su desgracia fue casarse con una mujer que tenía dinero”, afirma Heinz Hoffmann, un alemán amigo del príncipe desde finales de los años 70, quien aún vive en el país. Tras batallar contra el cáncer, Farkas murió en Estados Unidos, y heredó a Alfredo propiedades en Escazú, Nueva York y España.
Antes de ella, Alfredo nunca conoció la plenitud económica. “Llevaba una vida austera; primero, porque no tenía mucha plata y, segundo, porque estaba acostumbrado a una vida sencilla”, recuerda el escritor Alfonso Chase, amigo del príncipe desde 1961 hasta finales de los 90. Norberto Sequeira, colega del príncipe en la empresa Servicios Centroamericanos, da luz sobre otro rasgo de su personalidad: para su antiguo compañero, Alfredo era una persona sumamente crédula.
Poco acostumbrado a manejar dinero, cuando el septuagenario príncipe enviudó delegó la administración de sus bienes en Diego Contreras y Sáenz, un español que había conocido a través de su exesposa. Pero Alfredo empezó una batalla legal contra el español recién ocurrido el cambio de siglo, pues Contreras habría vendido bienes de la sucesión que, como albacea, solo debía administrar protegiendo los intereses del príncipe. Alfredo pretendía que Contreras le reintegrara aquellas propiedades, lo cual consiguió en el 2008. La Nación trató de buscar la opinión de Contreras para que se refiriera a los hechos por medio de su abogado, pero este manifestó que ya no tiene contacto con el español.
En Purral
Con 75 años de edad, Alfredo decía temer por su vida, al tiempo que sus amigos se preocupaban por su salud mental. A su vecina Mayra Méndez le confió que un comando de la agrupación ETA lo perseguía. Alfredo también mencionó que “sus enemigos le querían echar ranas venenosas por las ventanas del carro”, según señaló su amigo Carlos Bornemiza ante el notario público Maikel Gerardo Hinrichs Quirós, el 21 de octubre del 2006.
En medio de la confusión que le generó el sentirse perseguido, Alfredo confió en un croata llamado Iván Bukvic, conocido como Danko. No queda claro si este conocía con anterioridad al príncipe o si se trataba de una amistad reciente, pero ningún amigo de Alfredo recuerda al croata antes del 2000.
La Nación procuró hablar con Bukvic. Se le buscó en su casa en San José, se le dejó un mensaje escrito allí y, finalmente, por correo electrónico y por teléfono, dijo que no daría declaraciones.
En el año 2000, Bukvic le compró al príncipe la propiedad de San Pablo de Heredia –de 990 metros cuadrados– por ¢30.000, y Alfredo también lo nombró como su único heredero, según consta en el protocolo del notario Manuel González Bonilla.
Para entonces, el príncipe todavía mantenía contacto con otros de sus amigos. A inicios del año 2000, envió desde Andalucía, España, una afectuosa tarjeta postal a la familia de Mayra, su vecina de Heredia, y en el 2002 fue al despacho de una amiga para que le ayudara a enviar un telegrama de condolencias a Inglaterra por la muerte de la Reina Madre.
En el 2001, Bukvic recibió un poder generalísimo sin límite de suma de parte de Alfredo, que incluso estipulaba la posibilidad de actuar en España.
Una tarde del 2002, el príncipe le avisó a su vecina Mayra que llegaría a cenar alrededor de las 7 p. m., lo cual era normal pues hacía todas sus comidas en casa de la familia Jiménez Méndez desde 1995. “Yo le dije que muy bien, pero nunca llegó. Ya eran las 8 p. m. y no aparecía, entonces yo llamé a la casa de Danko (Bukvic). Ese señor me contestó y me dijo ‘No, él se queda aquí’”, recuerda la mujer.
En Purral, de Goicoechea, Alfredo se volcó hacia su anfitrión. El 23 de agosto del 2003 firmó una última voluntad en la que ordenaba a Bukvic que velara sus restos por tres días si él llegaba a morir, que confirmara su deceso con un médico tras ese tiempo y luego que cremara su cuerpo para esparcir las cenizas “que son de Príncipe” por el golfo de Nicoya. El mandato era “indelegable y personalísimo”.
Un año después, el hijo de Bukvic, Ivo, recibió de parte de Alfredo un poder generalísimo, esta vez con la autorización de actuar en Alemania. El príncipe declaró bajo juramento ser hijo de Carlota y Segismundo, con la intención de comprobar si podía exigir la herencia de su abuelo materno, según consta en el protocolo del notario Edwin Daniel Leiva Jara.
El alemán desprendido, el hippie del hotel en isla Jesusita, el que pudo haber vivido en un palacio europeo con su hermana Bárbara pero prefirió regresar a mecerse en el océano Pacífico, desarrolló un repentino pero voraz “apetito hereditario” al cumplir 80 años. Quien nunca alardeó con su título, ahora decía tener cenizas de noble. Para qué querría reclamar tanta propiedad un anciano príncipe es algo que murió con Alfredo.
Las visitas para verlo se complicaron. Carlos Bornemiza, viejo conocido de Alfredo, testificó ante el notario público Hinrichs Quirós que cuando intentó telefonear a casa de Bukvic para preguntar por su amigo, el croata le dijo “que no volviera a llamar (...) porque de volverlo a llamar me mataría”.
Jorge Jiménez, hijo de Mayra y antiguo vecino de Alfredo en San Pablo de Heredia, logró entrar a ver al príncipe en el 2006. Recuerda un cuartito en un piso superior, forrado en latas de zinc y sin cielo raso, con un catre bastante deteriorado y sin armario.
Las condiciones que describió coinciden con lo que vieron tres jueces del Tribunal de Familia de San José. En la sentencia del 2007, tras una acusación por violencia doméstica interpuesta por una antigua amiga del príncipe, Isabel De Ménorval, dicen haber hallado un piso sucio, un acceso incómodo al baño –ubicado en la planta inferior–, una cama pequeña e incómoda y paredes “no forradas” que permitían el paso del frío viento de Purral.
De la visita, los jueces sacaron varios datos en limpio: Alfredo vendió un apartamento en Nueva York y regaló dinero a los hijos de Bukvic para que compraran propiedades en Coronado; el príncipe aún recibía una pensión mensual de Alemania, y Bukvic les contó que había viajado poco tiempo antes a Europa para averiguar sobre una “cuantiosa herencia”. Además, a los jueces les pareció lógico que Alfredo se refugiara en Bukvic, al creer que nadie más lo quería ayudar. Incluso, el documento cita “que el presunto ofendido manifiesta no ser víctima de violencia doméstica”. Como el príncipe insistió en que estaba a gusto, los jueces se limitaron a ordenar al croata acondicionar el cuarto. Así consta en la resolución 485-07 dictada por el Tribunal de Familia el 29 de marzo de 2007.
Por otra parte, en febrero del 2008 terminó finalmente la batalla legal contra el antiguo albacea español Diego Contreras y Sáenz, proceso en el que Alfredo era representado por Bukvic, como cesionario de los derechos hereditarios del príncipe y como su apoderado generalísimo. El Tribunal Penal del I Circuito condenó a ocho años de prisión por delitos de falsedad ideológica y estelionato (fraude que comete quien en un contrato encubre la obligación que tiene hecha con anterioridad sobre un bien), según consta en la sentencia posterior, en casación, 2008-00759 de la Sala III.
Un día antes de que el Tribunal Penal del I Circuito dictara sentencia en este caso, y para “honrar un acuerdo de caballeros”, Bukvic había devuelto al príncipe las acciones de Propiedades Exclusivas Panorama, una sociedad clave donde Maritza Farkas tuvo propiedades y a la que regresaron, a manos de Alfredo, los bienes que su antiguo albacea había vendido. Este traspaso de acciones consta en el protocolo del notario público Edwin Daniel Jara Leiva.
Bukvic mantuvo el acceso a Propiedades Exclusivas Panorama por otra vía: el 29 de enero del 2008 había firmado, junto con el príncipe, un acta de esa sociedad mercantil en la que se delegó su administración a dos gerentes que serían apoderados generalísimos, con potestad de actuar cada quien por su cuenta. Esos dos gerentes eran Alfredo y el mismo Bukvic.
Cuando Contreras, el antiguo albacea, llevó el caso a Casación tras ser condenado, los magistrados de la Sala III evidenciaron en la resolución que la familia de Bukvic tenía interés “en simular la excelencia de las condiciones en las que alojaban y cuidaban a Alfredo, Príncipe de Prusia”. Alfredo reaccionó con “asombro” durante el debate previo a la sentencia penal pues desconocía “los verdaderos alcances del contrato de cesión de derechos hereditarios que hizo en favor de Bukvic”, según agrega la sentencia 2008-00759 de la Sala III.
Aún así, Alfredo mantuvo su posición: estaba a gusto con el croata y su familia.
La escritora Flory Marie Stravlo visitó en el 2009 al príncipe en su casa, posteriormente de que el Tribunal de Familia ordenara a Bukvic reacondicionar el dormitorio de Alfredo. Los Bukvic le mostraron la habitación en la segunda planta, que tenía baño propio con agua caliente. El cuarto, limpio y con piso de cerámica, tenía una cama matrimonial, retratos familiares y un clóset. En esa ocasión, Alfredo le dijo que estaba bien y que “lo único que quería era que lo dejaran tranquilo y en paz”.
Stravlo asegura que, en ese momento, Bukvic “se quejó de todas las mentiras y calumnias que se había inventado en contra de ellos”.
Ante la Fiscalía, y en referencia a otra denuncia planteada por Isabel De Ménorval en el 2012, el príncipe declaró que “a mí nadie me ha maltratado, yo vivo muy bien con esas personas, y me molesta que esta señora (la denunciante) esté inventando esas cosas”.
La Nación intentó contactar a Bukvic para que comentara sobre los hechos de este reportaje pero este prefirió no referirse a ellos. En una respuesta, enviada por medio de correo electrónico, advirtió que demandaría al medio si publicaba alguna información falaz, calumniosa o injuriosa. Asimismo, la esposa de Bukvic afirmó que procederían legalmente si tan solo se publicaba el nombre de la familia.
Bukvic y Alfredo habían firmado juntos una nueva última voluntad ante el notario Edwin Daniel Leiva. Fechada el 3 de mayo del 2010, ambos acordaron que quien muriese primero enterrara al otro en los “cementerios que haya a nuestra disposición”. De esta forma, se revocó cualquier documento previo. No más cremaciones, ni velas de tres días, ni chequeos dobles con médicos, ni cenizas por el Pacífico. A sus 84 años –Bukvic, por su parte, tenía 71 años–, el último prusiano en Costa Rica había dispuesto que lo enterraran, básicamente, donde pudieran.
La lápida
La Junta de Cementerios de Guadalupe ofrece a sus clientes la opción de dejar consignado dónde será –si es que hay alguno– el servicio religioso que honrará al muerto. A pesar de que Alfredo tuvo al menos tres honras fúnebres en templos diferentes –la iglesia del Sagrado Corazón, en barrio Luján; la parroquia de San Pablo de Heredia; y la Iglesia Luterana Alemana, en Rohrmoser–, en el expediente de la fosa E-12 1/2, nicho inferior, no consta ninguna de ellas.
Ninguno de estos servicios fue organizado por quienes llegaron al camposanto para sepultarlo el 3 de junio del 2013 –día en que murió Alfredo– y, de hecho, los tres fueron oficiados poco más de dos semanas después del fallecimiento del príncipe, cuando sus amigos se enteraron tardíamente de su muerte.
Isabel De Ménorval fue la primera en recibir informes del deceso a mediados de junio; entonces consultó en el Registro Civil y confirmó que Alfredo había fallecido.
Si quienes acompañaron el cuerpo del príncipe hasta la tumba lo lloraron, fue antes de entrar al cementerio de Purral. Una vez en el camposanto, los sepultureros entrevistados para este artículo recuerdan que quienes acompañaron el cuerpo (dos adultos mayores y un hombre que rondaba los 30 años) fueron expeditos. “Parecía como si tuvieran algo de prisa”, manifestó unos meses después Ramón Solano, administrador del cementerio El Redentor, de Purral. Su colega Marcial Amador confirmó su versión.
Aquella tarde, la carroza se colocó al lado de la fosa E12 –inscrita a nombre de la hija de Bukvic–, y los acompañantes bajaron el féretro con una celeridad que impresionó a los panteoneros. Solano recuerda incluso que el mayor de los hombres se distrajo jugando con un perro mientras el cajón descendía hasta el nicho inferior.
El último prusiano de Barranca permaneció anónimo bajo su lápida blanca, 85 años después de que su familia llegara a Costa Rica, y ahora queda poca evidencia de su vida aquí.
Ya no está la casona que ayudó a remozar el capataz Alejandro Carvajal en la finca San Miguelito, ni la planta generadora que Segismundo puso en marcha con el leal Florentino Vindas. La casa de San Pablo de Heredia fue demolida, y su espacio lo ocupa un gran edificio gris; la amplísima biblioteca de Segismundo se extravió y la vajilla que Carlota trajo de Alemania estaría a manera de piezas sueltas, por algunas casas de Barranca.
Para dar fe del paso de los príncipes por Costa Rica quedan fotografías en manos de amigos, cuadernos escolares de cuando Alfredo era niño, el libro forrado en cuero donde anotaban su nombre quienes visitaban la finca de San Miguelito, y libros, muebles, tarjetas postales y todos esos artículos que, cuando faltan en vida las personas que queremos, los humanos tendemos a atesorar.
Del príncipe Alfredo quedó lo mismo que de cualquier otro mortal: un cuerpo, ligeramente más rígido que en vida, descomponiéndose bajo tierra.
A mediados de este mes de setiembre, y de pie frente a la lápida que ayudó a preparar tres meses antes, el sepulturero Marcial Amador se pasaba la mano por la cabeza, movía su pelo y sonreía un poco. Estaba confundido.
El único distintivo era una tímida placa donde se lee “Alfredo de Prusia”; pero, por lo demás, la tumba era similar a las centenares que alberga el camposanto: sencilla, sin ornamentos, sin lujos. No es, definitivamente, un mausoleo nobiliario. Marcial arrugaba la cara.
–¿Qué iba a saber yo que este era un príncipe?