La combinación de rosado chillón y azul marino en la falda floreada de María Lorena Moya Ortiz contrasta con los polvorientos tonos ocre de su humilde caserío de madera, escondido entre trochas de puro barro, en la comunidad indígena de Simiriñac, en Chirripó de Turrialba.
El contraste se refleja también en su rostro enfermo, sepia como su casa. En un español masticado a medias, trata de explicar los síntomas que la mantienen en cama hace semanas.
María Lorena aparenta más de sus 59 años. Perdió el apetito hace días. Habla de dolores y trae una referencia para un ultrasonido, más un manojo de pastillas.
El doctor Alekcey Murillo la escucha con atención, examina la referencia y los medicamentos y procede a revisar su vientre abultado.
Este encuentro de doctor y paciente es la esencia de la Asociación Proyecto Emanuel, que nació como un sueño de Alekcey y su esposa Judith Dunteman, ambos doctores especializados en medicina familiar.
El contacto con los indígenas de la zona de Chirripó y el descubrimiento, casi a tientas, de sus necesidades más básicas, sembró la semilla de un proyecto que busca el desarrollo comunitario de la zona.
Todo comenzó en el 2001, tras una caminata de nueve horas por la montaña, en la cual Alekcey y Judith se dieron cuenta de que no querían salir más de aquel lugar. Visitas casa por casa, en una zona donde la densidad de población es de 6 habitantes por kilómetro cuadrado, les permitieron hacer un diagnóstico de las necesidades y principales carencias de cada comunidad.
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Así, Alekcey y Judith abandonaron un promisorio futuro en la Clínica Mayo en Estados Unidos, uno de los hospitales más prestigiosos del mundo, para quedarse junto a los cabécares en un centro de operaciones al lado del río Pacuare, en Paso Marcos de Turrialba.
‘Puentes medicina’
“La primera causa de muerte conocida en la zona indígena es el ahogamiento en ríos; la segunda, la mortalidad infantil”, explica Alekcey.
Así, supieron que la medicina para el ahogamiento no es una pastilla, sino un puente. Para la mortalidad infantil, idearon un plan de capacitación a promotoras materno-infantiles; mujeres cabécares que, entre ellas, se entienden mejor (Ver nota aparte).
Cinco inmensos puentes colgantes unen hoy historias de vida y acercan a los indígenas un poco más a la educación, a la salud y a las cosechas de alimentos. Antes, morían unos seis indígenas al año cruzando el caudaloso río Pacuare. Muchos perdían los dedos en los oxidados andarriveles. Hoy no muere ninguno y los accidentes cesaron.
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El costo de los puentes lo asumió el Departamento de Acción Social de la Clínica Bíblica. Dieron su apoyo con materiales, infraestructura y horas trabajo: una inversión de $110.000. Pero los cabécares no se cruzaron de brazos y se unieron para construir el puente con su sudor.
Precisamente, el Proyecto Emanuel desea que sean los indígenas quienes se apropien de los proyectos. “Nosotros buscamos el financiamiento y los materiales, pero la comunidad debe comprometerse a trabajar. Si les cuesta, lo valoran”, opina el doctor.
El reto del estudio
Sikua Ditsö es una pequeña escuela unidocente erguida en una cuesta embarrialada de Paso Marcos. Hace un par de años, su matrícula era de media docena de niños que recibían clases con el temor de que, un día, el techo del aula se derrumbara sobre sus cabezas.
Un nuevo techo, piso cerámico en vez del barro y la construcción de un nuevo comedor se combina hoy con 28 pupitres ocupados por niños cabécares.
Estas mejoras se hicieron gracias a las donaciones de varias iglesias y organizaciones no gubernamentales estadounidenses, contactos que los doctores establecieron durante sus años de especialización médica. El costo estimado de las reparaciones ronda los $20.000.
La infraestructura no es el único problema de la zona. En tierra aborigen, son los indígenas quienes deben dar clases, según el artículo 9 del decreto 22072, del Ministerio de Educación Pública.
A raíz de esto, los educadores blancos se han ido y la falta de personal indígena capacitado hace que sean graduados de secundaria quienes den clases.
La mirada de Henry Hernández deja entrever algo de inseguridad. Él acaba de obtener su bachillerato; sin embargo, lleva seis meses de dar clases a 45 niños de primero, segundo y sexto grado en Simiriñac.
Existen aproximadamente 1.200 educadores trabajando en Territorios Indígenas (el MEP no sabe la cifra exacta), de ellos un 75 % son interinos. De los interinos de primaria, un 58% son aspirantes que solo cuentan con el bachillerato de secundaria. En la misma situación está un 75% de los profesores de colegio.
Lidiar con ríos caudalosos, serpientes, acantilados, mosquitos y la falta de comida, es el pan diario en esta zona.
“El acceso es la principal limitante para nosotros como médicos”, asegura el doctor Edwin Cervantes Montoya, médico de la Caja Costarricense de Seguro Social que rota con su equipo por los diferentes puestos de salud de la zona.
“Faltan puestos de salud y hay que mejorar los caminos. A veces hay que sacar pacientes de las partes más altas de la montaña y son de 8 a 10 horas caminando”, cuenta Abelardo Sanabria, Asistente Técnico de Atención Primaria (ATAP). Tiene 19 años de visitar 96 caseríos, puerta por puerta, un total de 438 personas. La casa más lejana se ubica a tres horas de la suya, tres horas a pie indígena. Usted o yo duraríamos cinco o seis horas caminando.
A pesar del buen estado de la carretera hasta el centro de salud de Simiriñac, la ambulancia no ingresa hasta este punto y los pacientes deben caminar montaña abajo para ser trasladados de urgencia.
La decisión de hasta dónde llega el vehículo de emergencia recae sobre el chofer, pues las autoridades no dan indicaciones claras.
“Que los choferes lleguen hasta donde se pueda sin poner en peligro su vida ni la del paciente. Esa es la indicación”, puntualizó Xinia Rojas, administradora del Área de Salud de la zona.
Falta de trabajo
Los labios de Gladys Barrios Monge se mueven con rapidez. Tras el mostrador de su nueva soda, cuenta con orgullo lo buenas que han estado las ventas en su semana de apertura. “El sueldo de aquí es un sueldo de hambre, el que no la ‘fuercea’ por otro lado, la ve fea”, asegura.
Gladys es una de las beneficiadas por las opciones de microfinanciamiento que la Asociación Proyecto Emanuel brinda a los habitantes de la zona para remediar, en alguna medida, la pobreza y la falta de fuentes de trabajo.
“Se les ayuda por medio de desembolsos parciales; yo no les doy todo el dinero, sino lo que necesitan para empezar. Cuando me llevan las facturas y yo corroboro que están siguiendo el plan de gastos, se les da el resto”, explica Alekcey. La idea de los préstamos se sostiene con donaciones de fundaciones religiosas extranjeras y las cuotas de interés son muy bajas.
En las entrañas de Grano de Oro, se levanta una casona de madera de eucalipto. Allí, vivirá José Miguel Campos con su familia y allí mismo pondrá su venta de plátano, malanga y banano.
“Alekcey nos hizo el préstamo para hacer el localito y acomodarme a vender el producto”, cuenta Campos. A la par de la esmaltada estructura, se extiende su casa actual: un ranchito que se cae a pedazos, hundido entre polvorientas trochas.
Las ideas de Alekcey y Judith desean hacer prosperar la zona, sin inmiscuirse en sus costumbres.
“Nosotros solo queremos que se aprovechen los recursos que ya existen para generar empleos, porque aquí no hay trabajo para nadie”, lamenta él.
Las fuentes de empleo alternas provienen de subsidios del Ministerio de Trabajo y del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS).
“En Grano de Oro, hay blancos que son más pobres que los mismos indígenas y el problema es que a menudo solo hay subsidios solo para los indígenas”, añade.
Las botas de hule de Alekcey Murillo ya están gastadas de recorrer trillos y hundirse en el barro, pero él sabe que le falta camino por recorrer.
Lo que comenzó como un recorrido de casa en casa para conocer el estado de salud de los cabécares, es hoy una lucha por hacer florecer una región olvidada.