La Bohème de Giacomo Puccini es mucho más que una colección de bellas melodías o pretextos para el lucimiento vocal. Para este autor, a diferencia de otros compositores italianos, la base de una ópera es el argumento y su tratamiento dramático, a partir de lo cual todo el aparato escénico y los recursos musicales están cuidados minuciosamente en una estructura artística más cercana, sin embargo, al cuento literario, que a las grandes épicas wagnerianas del “arte total”.
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No obstante, no quisiera que se me entienda mal, Puccini de ningún modo renuncia a la belleza de la melodía, todo lo contrario; pero en su música, esta es parte integral de una acción dramática de inigualable coherencia y participa de exquisitas texturas contrapuntísticas, colores instrumentales y, sobre todo, de una armonía de extraordinaria originalidad.
En esa apretada síntesis, Puccini logra lo que él mismo denominaba “l’evidenza della situazione”, la capacidad de que la obra sea autoentendible, incluso sin comprender la totalidad del texto. Creo no estar errado en considerar esta, una de las razones de la fantástica popularidad de sus óperas entre el público de cualquier rincón del planeta.
Voces. Me alegra poder afirmar que, al contrario de producciones anteriores, lo mejor de la presente puesta en escena de la Compañía Lírica Nacional han sido los solistas.
La voz nítida y delicado fraseo de la soprano Elizabeth Caballero resultaron muy exitosas en el papel de Mimí, a la cual se sumó con acierto expresivo el tenor mexicano Ricardo Bernal, a quien, sin embargo, le noté una cierta tendencia a dejarse llevar por el rol estándar de “galán de ópera”, que se mueve por el escenario erguido y arrogante, en lugar de involucrarse en la psicología de su personaje: un joven poeta, pobre e idealista; enamorado por demás de una humilde costurera tísica.
Muy especialmente, quiero señalar la actuación y espléndidas interpretaciones del barítono costarricense José Arturo Chacón en el rol del pintor frustrado Marcello y las no menos destacadas intervenciones de Luis Gabriel Quirós y Fulvio Villalobos en los papeles bufos de Schaunard y Benoit, repectivamente.
Como el filósofo Colline, el bajo Gabriel Morera lució un timbre de voz muy agradable y técnica refinada, aunque la Vechia zimarra senti adoleció del fraseo e íntima expresividad que la famosa aria demanda, tal vez por culpa de un acompañamiento orquestal áspero, ruidoso y poco flexible.
María Marta López sobresalió, por su parte, por sus dotes histriónicas como la graciosa Musetta, aunque la opacidad y poca proyección de su voz no le hayan favorecido musicalmente.
Puesta en escena y escenografía. Afortunadas también, en términos generales, fueron la dirección escénica de Claudia Barrionuevo y en particular la escenografía de Fernando Castro, ambas bien logradas, aunque tal vez demasiado conservadoras.
Comprendo, empero, que en un país en el que cuando mucho se presentan un par de títulos al año sea prácticamente imposible apartarse de la tradición. Entre las preocupaciones escénicas de Puccini, quién se involucraba apasionadamente en todos los detalles del guion, estaba una especie de obsesión por los momentos precisos en los que el telón sube o baja, lo cual se respetó escrupulosamente.
Lástima, por otro lado, que la iluminación, la cual según él debía seguir de cerca los cambios dramáticos, fuera obviada en la puesta en escena de la Compañía Lírica Nacional.
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Ni siquiera se sacó provecho de la pequeña trama de las velas que se prenden y apagan –tan importante por lo demás en el argumento– o del color de una mañana de invierno en París, ni mucho menos de la atmósfera lúgubre de la mísera buhardilla donde vivían los bohemios; esta debe contrastar necesariamente con la luminosidad de la escena en la terraza del Café Momus y la algarabía de la parada militar del segundo acto.
Batuta despiadada. En general, debo decir también, que la dirección musical del costarricense Alejandro Gutiérrez fue bastante cumplida en tempos y coordinación rítmica con las voces, aunque algo rígida en los rubati. La Sinfónica Nacional sonó acoplada, con buena entonación y el balance interno fue exitoso.
Sin embargo, el director no logró controlar las dinámicas y, lamentablemente, en numerosas ocasiones sepultó las voces bajo la poderosa orquestación pucciniana. En esto ni siquiera encontraron piedad los niños del coro.
Buena parte de este problema, hay que reconocer, obedece al hecho de que el Teatro Nacional no tenga foso y la orquesta deba colocarse al frente del lunetario, prácticamente en el mismo plano sonoro de los solistas.
Desde hace varios años, una década quizás, y a pesar de algunos altibajos, la escena lírica costarricense tiene un relativo crescendo de calidad, por lo que La Bohème representaba un cierto desafío, el cual fue superado ampliamente. Máxime al tratarse de un título archiconocido por nuestro público, ya presentado en 1945 por un elenco nacional.
En el estreno del pasado viernes, quien esto escribe era uno más de varios cientos de experimentados críticos, quienes ocupaban la casi totalidad de las butacas del Teatro Nacional.
Finalmente, debo agradecer que, después de muchos años de letargo, el Teatro Nacional se involucre con pasión en la producción operática y que el Ministerio de Cultura nos informe de su compromiso esperanzador con el género; no obstante, deberían cuidar que quien haga el discurso introductorio de parte de la ministra del ramo sea capaz, al menos, de leer con mediana corrección lo que lleva escrito.
FICHA ARTÍSTICA
La bohème, ópera en cuatro actos de Giacomo Puccini
DIRECCIÓN MUSICAL: Alejandro Gutiérrez
DIRECCIÓN ESCÉNICA:Claudia Barrionuevo
ESCENOGRAFÍA: Fernando Castro
ESPACIO: Teatro Nacional
FUNCIÓN: Viernes 22 de julio, 7:30 p. m.