Cambia, todo cambia… resonará, por siempre, en la canción de Violeta Parra. Con sabia sencillez, la cantautora chilena comprendió que todo fluye en el tiempo para transformarse. Y si el cambio es inherente a la vida, no habría que ignorar esta máxima cuando se construye una ficción cuya anécdota evoluciona sin que sus personajes también lo hagan.
Este es el caso de Ardiente paciencia , drama que recrea –a medio camino entre lo imaginario y lo real– la amistad del poeta Pablo Neruda con Mario Jiménez, el cartero de Isla Negra, una comunidad de pescadores ubicada en el litoral de Chile. Un Neruda entrado en años inculca en el joven Mario el amor por la poesía. A partir de este vínculo –afianzado en la pasión que ambos sienten por las “metáforas”–, el humilde cartero le da un giro significativo a su existencia.
La trama es sugerente porque ilustra el potencial de la empatía para acercar a dos hombres de bagajes y alcances distintos: un poeta capaz de descender de su Olimpo y un cartero –apenas alfabetizado– con voluntad para escalarlo. En la complicidad de sus encuentros, la humanidad triunfa.
Sin embargo, en este montaje, Mario es un protagonista que no cambia. Al inicio, se presenta como un mozalbete ingenuo e hiperactivo y, luego de cuatro años de vivencias y aprendizaje en compañía de Neruda, termina siendo el mismo atolondrado. Es como si el crecimiento intelectual y espiritual del personaje solo se verificara en sus palabras, pero no en su corporalidad ni en su ritmo vital.
La evolución de Mario no camina al compás de la anécdota. Por eso, cuando escuchamos de su boca los hermosos versos que ha compuesto para su amigo Neruda, no entendemos en qué momento el cartero se convirtió en trovador. Lo podemos inferir, pero no resulta verosímil porque, a lo largo de toda la obra, lo hemos visto comportarse como un colegial erotizado. Y es allí donde la ficción se agrieta, se siente forzada y el espectáculo se debilita. Resalto el ejemplo de Mario por su condición protagónica, aunque este problema fue patrimonio –en mayor o menor grado– de todo el elenco.
A pesar de lo anterior, la escena de Mario y Beatriz (su enamorada) en el mar fue un acontecimiento destacable. Los intérpretes elaboraron un pasaje cargado de síntesis y lirismo. Agradecí esta secuencia, pero, ¡por favor!, no hacía falta el bolero –en un primer plano sonoro– que ensució el trabajo actoral. ¿Por qué el miedo a dejar que los cuerpos “hablen” en el silencio? ¿Acaso hemos olvidado la potencia del intérprete para comunicar sutilezas con su sola presencia?
Otro aspecto pendiente de mejora es el manejo del recurso audiovisual. Al principio y al final de las diversas proyecciones aparecían –sobre las imágenes– los íconos de play o pausa del reproductor. Esto no es admisible, no solo por la accesibilidad a soluciones tecnológicas que eviten lo descrito, sino por el atentado cometido contra ese mundo de ficción que tanto cuesta edificar y sostener de cara al espectador.
La función de Ardiente paciencia cerró con las nutridas palmas de los asistentes. No sé si existe un pacto tácito entre público y artistas escénicos para ofrecer y aceptar el aplauso como reconocimiento al esfuerzo, aunque los creadores no se arriesguen a buscar rutas formales y temáticas menos predecibles. Al respecto, algo profundo habrá de cambiar para que un nutrido sector del teatro local se imagine a sí mismo lejos del confort que depara el entretenimiento inofensivo. De lo contrario, bastará con el aplauso cortés para que todos nos demos por satisfechos.
Ardiente paciencia
Dirección: Leonardo Perucci
Dramaturgia: Adaptación de la novela homónima de Antonio Skármeta
Elenco: Leonardo Perucci, Arturo Campos, Katia Mora, Arabella Salaverry
Plástica escénica: Leonardo Perucci, Arabella Salaverry, Arturo Campos
Diseño de luces: Arturo Campos
Coreografía: Humberto Canessa
Proyecciones: Santiago Fornaguera
Fotografía: Víctor Vega
Diseño gráfico: Stephanie Campos
Voz de militar: Alex Molina
Espacio: Teatro 1887 – CENAC
Función: Viernes 10 de abril de 2015