Afuera hacía mucho frío y el día estaba nublado. Era sábado de Pascua. A las seis y media de la tarde, del 20 de abril de 1889, su madre empezó con los dolores de parto.
Por poco no nace. De siete hermanos, solo él y Paula sobrevivieron. Fue el cuarto hijo de Klara Pölzl, la única persona a la que verdaderamente amó. Hasta el último de sus días conservó una foto de ella.
Entre los dos existía una extraña conexión. Tal vez porque era blanda y tierna, o porque sollozó muchas veces tras la puerta mientras su padre, Alois, lo molía a palos.
Klara era una mujer sencilla, modesta y bondadosa. Usaba trenzas y eso la hacía lucir más alta; su rostro ovalado se alargaba en la barbilla y sus ojos grisazulados lo miraban con una suave expresión, entre reservada, sumisa y silenciosa. Lo que la severidad del padre no consiguió, su madre lo obtuvo a puro cariño.
Alois era lo contrario. Autoritario, imperioso, dominante, distante, nadie escapaba a sus arranques de cólera. Lo honraba, pero le temía.
Puede ser que en el fondo de su corazón comenzara a incubarse un odio profundo, un narcisismo exacerbado y una brutalidad fría hacia los demás; pero nada de esto se manifestó en su niñez o en su temprana juventud.
La pareja se conoció cuando Klara tenía 16 años y se trasladó a la ciudad de Brauanu –en Austria–, para trabajar como criada en el hogar que Alois compartía con su esposa Anna Glassl, 14 años mayor que él.
Contrario a las recatadas costumbres familiares de finales del siglo XIX, Alois llevó una turbulenta vida sentimental, con varios matrimonios a cuestas, amantes y bastardos.
Antes de su primera boda tuvo un hijo ilegítimo; en 1873 se casó con Glassl, interesado sobre todo en el dinero de ella y en las conexiones de la familia para obtener un puesto en el gobierno.
Al parecer le fascinaban las sirvientas por que mientras su mujer estuvo enferma aprovechó para enamorar a Franziska -Fanni- Matzelberger; cuando Anna murió se casaron, pero tras el segundo parto Fanni falleció y quedó abierto el camino para su boda con Klara, la cual ya estaba embarazada de su primer hijo. De todas estas aventuras de alcoba nacieron nueve hijos y solo vivieron cinco.
Sin duda Alois fue el primer gran escalador de la familia, porque a partir de un origen modesto y una educación somera, logró obtener un trabajo como inspector de aduanas en Braunau donde amasó una pequeña fortuna, que con el tiempo pagaría las veleidades de su hijo, empeñado en ser un gran artista, en especial un pintor.
Pero la impagable herencia que obtuvo de su padre fue el apellido. Impulsado por la ambición y para apropiarse de un suculento testamento, Alois decidió cambiar el original e impronunciable Schicklgruber, por uno más sonoro, que con el correr de los años su hijo Adolfo utilizaría para estremecer el mundo: ¡Hitler!
Mesías ario
Más que odio, la niñez de Adolfo podría inspirar cierta lástima, y son pocos los datos que permiten avizorar en ella al hombre que causaría, según algunos historiadores, una conflagración mundial que mató al dos por ciento de la humanidad: 60 millones de personas.
De los casi dos mil libros publicados sobre su vida y los 120 mil artículos registrados en torno a él, solo hay “un puñado de biografías del caudillo nazi que sean completas y serias y que alcancen un nivel académico”, sentenció Ian Kershaw, un erudito mundial en Hitler y autor de una megabiografía en dos tomos del líder germano.
En la escuela el pequeño Adolfo fue un alumno aventajado que disfrutaba de la vida al aire libre en la granja familiar. Durante varios años cambiaron de residencia, hasta que se asentaron cerca de Linz, una ciudad austríaca que él consideró su pueblo natal.
De niño fue el cabecilla de una barra de chiquillos que jugaban a la guerra y él sentía fascinación por las aventuras del vaquero Karl May, novelas que leía aún en sus días de Canciller del Tercer Reich. Incluso se las recomendó a sus generales, a los cuales acusó de carentes de imaginación.
Algo comenzó a cambiar en su adolescencia y su personalidad giró hacia la prepotencia, el dogmatismo y una pasión incontrolable, que sus profesores atribuyeron a la inmadurez.
Los conflictos con su padre aumentaron debido a su decisión de ser pintor y al rechazo de todo aquello en lo que creía Alois. El niño alegre y travieso se volvió, de repente, un vago, un resentido, un bueno para nada, obstinado y sin rumbo.
La muerte de Alois le permitió gozar de los mimos maternos y del dinero suficiente para darse la vida de un petimetre; fue un parásito que malgastaba el día “dibujando, pintando, leyendo o escribiendo poesía”, escribió Kershaw.
Adolfo adoraba el arte, la arquitectura, el teatro y la ópera, en especial las obras de Richard Wagner. De esos dramas su favorito era Lohengrin.
En su mente cobraron vida los mitos germánicos, los héroes que desafiaban el viejo orden y sostenían una lucha titánica donde solo cabía la victoria o la muerte.
Los sueños juveniles tocaron fondo a los 20 años. Una vez que dilapidó todos sus ahorros, en la Navidad de 1909, vagó por las calles, flaco, desaliñado, sucio, lleno de piojos. Con los pies llagados llegó al asilo de Meidling, cerca del palacio de Schönbrunn.
De ahí pasó al Albergue para Hombres, financiado por algunas familias ricas judías. Ahí tuvo su propia habitación y se dedicó a pintar, para que su amigo Reinhold Hanichs vendiera los cuadros a comerciantes semitas.
Fue en ese Albergue donde descubrió su vena política y la capacidad que tenía para encandilar a su modesto auditorio, con sus gestos y “pico de oro”.
Pero lo que hizo a Hitler fue la Primera Guerra Mundial. La humillación de la derrota, la marginación social, el fracaso artístico y la radicalización de la sociedad alemana lo transformaron en un propagandista y un demagogo de cervecería.
Mi lucha
A Hitler le han dicho de todo: lunático, demonio, loco, histérico, desalmado, misógino y nigromante; por no apelar a los manoseados de genocida, racista y déspota. Una cosa es más cierta: solo tenía un testículo.
Fue Charles Chaplin, en la película El Gran Dictador , quien creó el estereotipo del Canciller Alemán: enano, mirada de águila, enajenado mental, megalómano, un poco afeminado, irascible y –en especial– el bigotito tipo cepillo dental.
En realidad Adolfo medía 1,73 cm; era más alto que otros dictadores como Benito Mussolini –Italia– o Josef Stalin –Unión Soviética–. Ancho de hombros, cabeza enorme sostenida por un cuello de toro, mandíbula poderosa, ojos azules intensos, una nariz plebeya con ventanas grandes, pulcro y de finas maneras.
Tenía una personalidad proteica. Le encantaba jugar con los niños, amaba a los perros, cultivaba flores y hortalizas y admiraba a las mujeres hermosas. Incluso, llegó a promover una ley para evitar que las langostas fueran hervidas, y no murieran con dolor.
Poseía una inteligencia aguda con la cual impresionaba a su séquito de correveidiles, o a personalidades como –Henry Ford–- que donó dinero a su causa, al magnate de la prensa gringa William Randolph Hearst, parlamentarios y nobles ingleses.
Era un suicida del poder. Fue el epicentro de un terremoto que sacudió al planeta y los doce años que gobernó Alemania –según Kershaw– “cambiaron a Europa y el mundo… sin él habría sido distinto el curso de la historia”.
Hitler y el nazismo hincaron sus dientes en el corazón de la civilización occidental. Utilizaron impresionantes niveles de represión y violencia estatal, manipularon todos los medios de comunicación masiva de la época, controlaron a las masas, manejaron con cinismo la política internacional, fomentaron el ultranacionalismo y ejecutaron con alevosía un sistema perverso de ingeniería social.
Si Adolfo –a los 20 años– era un cuenco vacío, un desecho humano que vivía de la caridad pública y sin ningún requisito ni experiencia para aspirar al poder ¿cómo logró ascender al cargo de Canciller, el 30 de enero de 1933?
Cuando Hitler se inscribió en 1919, con el número 555, en el Partido Obrero Alemán –embrión del nazismo– solo tenían en la tesorería la extraordinaria suma de: 7,50 marcos, algo así como un centavo partido a la mitad.
Ahí descubrió el poder de su oratoria, para labrarse una carrera, obtener influencia y sobre todo dinero, mucho dinero. Porque Adolfo pudo haber sido cualquier cosa, menos un político pobre.
Tras su detención por instar a la insurrección en el llamado Pustch de Munich, en 1923, fue condenado a cinco años de prisión y dio con sus huesos en la cárcel de Landsberg.
Para apaciguar sus delirios de grandeza decidió escribir –en 1924– Mi lucha , un revoltijo de datos autobiográficos que van de la fantasía a la mentira. El libro se convirtió en un éxito; hasta 1945 vendieron 45 millones de ejemplares y obtuvo ganancias de ocho millones de marcos. El 31 de diciembre de este año vencen los derechos de autor y será de dominio público.
Ese panfleto de 400 páginas le garantizó al futuro Führer el acceso al mundo intelectual, a los empresarios más ricos, a los políticos más influyentes y a un pueblo ansioso de recuperar su orgullo, pisoteado tras la derrota en la Primera Guerra Mundial.
Hitler se transformó en lo que hoy recuerdan las nuevas generaciones, en una trituradora de enemigos, en una bomba nuclear que explotó en el seno de la sociedad moderna y produjo la mayor derrota moral de la humanidad.
Bajo las ruinas de Alemania, con los ejércitos aliados a pocos kilómetros de su bunker –donde se había refugiado con sus más íntimos– el hombre que fundó el Tercer Reich, que gobernaría el mundo por mil años, decidió pegarse un tiro el 30 de abril de 1945, justo el día que comenzaba la noche de Walpurgis, cuando las brujas salen de sus guaridas con sus ejércitos de almas y espíritus en pena.