Tienes nombre de vivo, pero estás muerto. Mañana será tierra, lo que ayer fue un sueño… todo vuelve a ser polvo. Guiado por una estrella ignota, el fetiche latino del postmodernismo, desapareció bajo la arena de una noche quieta.
Así, tal vez, solo tal vez, Ciudad Juárez –donde la deidad encarnó– deje de ser noticia por los más de 226 asesinatos en lo que va del año y la escabechina diaria que convirtió la cuna del Divo, entre el 2008 y el 2010, en un diluvio de sangre con más de 7.000 homicidios.
Si las cifras de ventas de Juan Gabriel hacen parecer confeti a las de muchos artistas mundiales; con su repentina muerte los barones del espectáculo se darán un festín con el exceso de billetes que engordará sus tripas.
Por donde se vea Juanga explotó las estadísticas, en su dilatada carrera de 50 años como el Rey Sol, ya no de la canción, sino de la industria cultural.
Si hubiera un hereje entre los lectores valgan unos datos para convertirlo: 3.800 canciones registradas; 100 millones de álbumes vendidos; 1.500 discos de oro y platino; exploró todos los géneros musicales y, solo algo no hizo jamás en vida: ¡Cantar en inglés! Directo al cielo por eso.
Y si acaso quedan dudas, vaya esta patada en el trasero a los escépticos: Juan Gabriel vendió 39 conciertos consecutivos durante 13 años, cada uno lleno con 6.200 adoradores, en el Universal Amphitheatre. Su más cercano rival –Vicente Fernández– solo logró 15.
La maquinaria periodística canonizó a Juan Gabriel, igual que lo acorraló porque se negó a salir del closet y exhibir sus miserias privadas. En el 2010 lo acusaron de abuso sexual y hasta le endilgaron que tres de sus cuatro hijos eran adoptados y solo engendró uno con su amiga Laura Salas, mediante inseminación artificial.
Hace unos años la prensa rosa chupó los huesecitos del cantante, al airear la vida disipada que llevaban sus retoños: Jean, Hans, Iván y Joan, a quien de niños les componía y cantaba canciones de cuna.
Una de esas “joyitas”, Joan, pasó un tiempo en prisión por conducir ebrio y Juanga lo dejó ahí, para que “aprienda”. Su nieto, Héctor Alberto Aguilera, murió a los 23 años de una sobredosis de alucinógenos.
Iván fue el más centrado; estudió y manejó la carrera del padre, al punto que este modificó su testamento para nombrarlo albacea. En el fondo, y según los chupatintas, fue para evitar que la mujer de este –Simona Hacman– se quedara con todo el patrimonio familiar.
Ahora, de aquel huérfano de Parácuaro, Michoacán, criado en la calles y educado a palos, será imposible separar la paja del trigo. El Señor nos conduce por senderos extraños.
Amor eterno
El Divo de Juárez parecía un señorón orondo, con sus trajes extravagantes, a veces con botas y capas, pañolones en el cuello, una mezcla de Oscar Wilde y Liberace.
Amanerado como él solo, más que hablar susurraba y empujaba con los labios cada palabra, para decir: “Pues sí, mi amor”.
Cada canción era una experiencia autobiográfica sobre el trabajo tenaz, el perdón, la autoestima, el dolor del amor perdido; Juan Gabriel fue parte de la familia de sus admiradores.
Vivió la infancia de un adulto; recién nacido, el 7 de enero de 1950, su padre Gabriel Aguilera Rodríguez quemó –por accidente– las casas de unos vecinos, entró en pánico y dicen que se lanzó a un río.
Así lo cantó en De sol a sol : “…no se ni dónde está la tumba de mi papá. Unos dicen que en México y otros que en Michoacán. Unos dicen que no ha muerto y otros que no vive ya”.
La madre, Victoria Valadez, huyó a Juárez con la prole de siete hijos y encontró trabajo como criada. Para alimentar a los niños dejó a Juanga –de tres años– en un orfanato.
El abandono fue el primer recuerdo de su vida: “Uno quiere estar con su madre, pero ella no está allí”, confesó en una entrevista.
Pasó ocho años recluido. Micaela Alvarado, directora del hospicio, y Juan Contreras, un hojalatero, fueron sus padres de crianza. A él le dedicó Eternamente agradecido .
Ese nombre y el de su papá los usaría para cambiar el bautismal Alberto Aguilera Valadez, tomado a su vez de Alberto Limonta, personaje estelar de la radionovela El derecho de nacer .
La vida no le ahorró porrazos. Un día fue a botar la basura y huyó en busca de su madre; en la calle vendió abalorios de madera y tortillas para mantener a la familia.
Decidió pasar de “mojado” a Estados Unidos y ahí lo metieron preso. Salió libre y buscó refugio en la religión metodista; cantó en el coro, leyó La Biblia, limpió el templo a gatas y una familia de negros lo adoptó.
Todo eso antes de cumplir 15 años. Regresó a México y debutó en Noches rancheras y ahí Raúl Loya lo bautizó como Adán Luna. Probó suerte en bares, discotecas, clubes nocturnos y antros de toda laya, uno de ellos el “Noa, Noa”.
Y como al perro flaco se le pegan todas las pulgas, a los 20 años lo acusaron falsamente de un robo; lo encerraron en la temible cárcel de Lecumberri, donde Enriqueta Jiménez –La Prieta Linda– descubrió su talento.
Le cambió la suerte; firmó un contrato con los estudios RCA y grabó su primer disco. Lo que vino después fue el estallido de una supernova artística.
Un infarto, el domingo 28 de agosto, lo lanzó hacia una extensión vacía: la eternidad. Sobre su tumba podrían escribir, como en el poema de Juan Gelmán: Aquí yace un pájaro. Una flor. Un violín.