Tortuga de barro. Ese fue el mote que le zamparon en el colegio. Caminaba como un pato, tenía unos labios enormes, era el hazmerreír de sus “compas” y cada tarde terminaba a los revolcones –con hombres o mujeres–, e igual los apaleaba.
Un estudio, de esos que fascinan a los gringos, midió la relación entre el ancho de la boca y el de la nariz, para encontrar las proporciones ideales del rostro femenino perfecto.
¡ Adivinen! Y caigan de trasero. Esa proporción –estimada en 1.7– la tenía justamente aquella mocosa que fue el blanco de las guasas juveniles, por fea, desgarbada y machorra. En realidad era peor: flaca, larguirucha y tan plana que parecía un chavalillo; tanto, que prefería faltar a clases para ir a surfear con sus amigos y matar el día tomando batidos en la playa.
Con los años aquel patito feo fue nominada en tres ocasiones a los Premios Óscar, en seis a los Globos de Oro, ganó toda la plata que quiso y es considerada una de las cien mujeres más “sexies” del cine.
Muy joven ayudó a su padre, Richard Pfeiffer, en el negocio familiar de reparar y vender equipos de aire acondicionado. Su madre, Donna Jean, regía el hogar en Santa Ana –California– ciudad donde nació el 28 de abril de 1958. Ahí la bautizaron como Michelle Marie Pfeiffer.
Tuvo que mentir sobre su edad para que la contrataran en las tiendas de ropa, joyería, guarderías, supermercados o imprentas, donde trabajó de sol a sol por sueldos de hambre para medio pagar la universidad.
Estudió periodismo, pero dejó la carrera porque le pareció aburrida. Pasó a Psicología y se sostenía las quijadas en clase; abandonó los estudios para dedicarse a pintar al óleo, pero lo desechó porque ganaba poco dinero.
En esas divagaciones estuvo un par de años; recordó que en el colegio le iba muy bien en las clases de actuación, por eso, decidió probar suerte por ese lado.
Antes de lanzarse a los escenarios siguió el consejo de su peluquero: empezar como modelo y ganar algún concurso de belleza. Con todas las ganas del mundo se anotó en el certamen del Condado de Orange. Ganó y saltó por el de Miss Los Ángeles, pero perdió.
Bueno, del ahogado el sombrero. Ahí conoció al agente de artistas John LaRocca; este le llenó la cabeza de pajaritos y se fue a vivir a Hollywood.
En la ciudad de los sueños dorados alternó las pruebas y audiciones con trabajos en supermercados y anuncios de autos Ford o jabones Lux. Aparte de las propuestas para ahorrar camino vía la cama de algún productor, a la pobre Michelle no le salía ni el diablo.
Una vez aspiró al papel de Tiffany Welles en Los Ángeles de Charlie , pero lo perdió a manos de Shelley Hack. Debió debutar en La isla de la fantasía , en el papel de una rubia tonta que solo leía una línea del guion.
Le sobraban esa clase de papeles de estúpida, como en Delta House , donde interpretaba a una tal “Bombshell” –algo así como chica explosiva– otra macha babosa. Eran tantas las ridiculeces del libreto que lloraba en brazos de su promotor.
Amistades peligrosas.
Hasta aquí la historia de Michelle discurría entre sollozos, pujidos, infortunios y ataques de llanto, cuando no de histeria.
Pero aún tenía que caer más bajo. Bebió, fumó y consumió drogas y para redondear, sus desgracias cayó en las redes de una secta que le lavó el cerebro y a punto estuvo de arruinarla.
Se trataba de los “respiracionistas”, no tan famosa como la cienciología pero casi tan nefasta. Esta agrupación promueve la “inedia”, o no comer, que consiste en la abstinencia de alimentos y nutrirse del aire y de la luz del sol.
Abrumada por los fracasos y el vacío espiritual, Michelle creyó en las promesas de una pareja de adeptos a ese culto, que ella confundió con unos entrenadores personales.
"Trabajaban con pesas y ponían a la gente a dieta. Creí que eran vegetarianos o algo así.” Aunque no vivía con ellos pasaba todo el día bajo su control y además: ¡Pagaba!”
Escapó porque en sus clases de actuación, en Beverly Hills Playhouse, conoció al actor y director Peter Horton. Ella le ayudó a recopilar material para un filme sobre las sectas; así fue como tomó conciencia del círculo de manipulación en que estaba.
Con 23 años Michelle todavía metió de nuevo las patas y se casó con Horton, de quien se divorció siete años más tarde. La boda le trajo suerte; en 1983 ganó el papel de Elvira, la adicta esposa del mafioso cubano Tony Montana, en Caracortada , con Al Pacino.
Atrás quedaron los roles de rubia imbécil y filmó Las brujas de Eastwick con Jack Nicholson; el rodaje fue un desmadre pero un éxito taquillero. Siguió el ascenso a la fama hasta que la alcanzó con Las Relaciones Peligrosas .
Le llovieron los contratos y llegó a interpretar a Selina Kyle, la mejor Catwoman de todas las versiones de Batman. Para el rol, practicó yoga, levantó pesas, boxeó y aprendió a manejar un látigo con precisión.
Resolvió su último enredo y se divorció de Peter en 1993. Ese año adoptó a Claudia Rose, la hija de una enfermera que tenía cuatro hijos y no podía criarla. Después se casó con David Kelly, con quien tuvo a John Henry.
Se dio el lujo de rechazar trabajos que le habrían dado más dinero y gloria; unos por violentos, otros por eróticos y la mayoría por vulgares.
Después de pasar las de Caín, al fin Michelle Pfeiffer dejó de ser un saco de sal y una pelirubia ñoña.