Primero probó el pecado, después el poder. Aquel rugido sobrehumano se transformó en un puño gigante de diez mil metros de alto, de color anaranjado, rojo, púrpura y verde, que opacó el sol y parió a la destructora de los mundos: ¡La bomba atómica!
A 15 kilómetros de distancia, enterrado bajo las arenas del desierto de Nuevo México, un equipo de los más renombrados científicos del mundo contempló con estupor el engendro al que dieron vida.
Los dirigía un hombre tímido, de una intensa y fría mirada azul; espigado; escuálido y fumador impenitente. Se concentraba tanto en su labor que se olvidaba de comer.
En él se acrisolaban todos los atributos del mito: culto, poeta, educado, enigmático, distante, generoso, elegante, amante de la música, de las mujeres y de la buena vida; era un Dr. Fausto moderno, seducido por un Mefistófeles que puso el mundo a sus pies, para convertirlo en un páramo.
A las 5:30 de la mañana, del lunes 16 de julio de 1945, perdió la inocencia: “¡Funcionó, funcionó!”, gritó como un niño. Tres semanas después su criatura desapareció de la faz del planeta –en cuestión de segundos– a casi 300 mil personas en las ciudades japoneses de Hiroshima y Nagasaki.
¿Qué clase de hombre era ese a quien el gobierno estadounidense le confió un proyecto de $2 mil millones?, con un solo objetivo: construir un arma capaz de terminar la guerra contra los japoneses, de una sola vez.
Si Arquímedes usó su genio matemático para defender a Siracusa, en el siglo III a.C, de los ataques de los romanos; y Leonardo da Vinci, ofreció su inventiva militar al Duque de Milán, Ludovico Sforza, por qué él sería la excepción.
Todo empezó con la célebre carta que el pacifista Albert Einstein le remitió al Presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, el 2 de agosto de 1939, en la cual le pedía apoyar las investigaciones para desarrollar un arma atómica antes que los nazis, y “comprometer en esta función a una persona de su entera confianza”.
Y como al Mandatario nadie le repetía una idea dos veces acometió la tarea con el vigor que le caracterizaba. Creó el Proyecto Manhattan y le destinó ingentes recursos, atrajo las mentes más brillantes, reunió un equipo humano de más de 150 mil personas que trabajaron en absoluto secreto bajo la dirección del general Leslie Groves.
Si Groves tenía el ego más grande que Napoleón, el demiurgo que eligió para liderar aquellas luminarias no le iba en zaga; J. Robert Oppenheimer –conocido como Oppie– poseía un defecto devastador: era exagerado, en todo. Demasiado soberbio, demasiado frío, demasiado emocional, demasiado lúcido, demasiado idealista, demasiado práctico, demasiado bueno y también demasiado despiadado cuando se lo proponía.
Su vida consistió en saber, pero saberlo todo. Dominó la química, la física, la geología, la arquitectura, hablaba sin acento ocho idiomas, leía en griego clásico a Homero, en latín a Cicerón y en sánscrito los textos religiosos hindúes.
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Nunca hizo nada que fuera divertido, salvo navegar en un velero llamado Trimetio, derivación del cloruro de trimetileno; otro le habría puesto el nombre de la novia, de la mascota o algo más prosaico. Tampoco leía periódicos, ni escuchaba radio, carecía de teléfono, jamás votó en las elecciones presidenciales y mientras el país se hundía en la crisis de la Bolsa –en 1929– él aprendía lenguas muertas.
A los siete años montó su propio laboratorio casero, coleccionaba rocas, era un extraordinario pintor y músico y a los doce ya descollaba en la química.
Se graduó con honores en la Escuela de Cultura Ética, para jóvenes superdotados; en Harvard concluyó la carrera en la mitad del tiempo, estudió y trabajó con los más conspicuos científicos del siglo XX; impartió clases y sus alumnos lo adoraban y lo imitaban, en sus gestos y en sus palabras.
El padre de Robert, Julius S. Oppenheimer, era un rico judío importador de textiles que amasó una fortuna y se la heredó a este y a su hermano menor, Frank, tan genial o más que el primogénito. La madre, Ella Friedman, fue una destacada pintora.
Doctor Atomic
De genio precoz a paria científico. A la devastación japonesa, le siguió una igual pero personal; la sociedad norteamericana cauterizó la culpa del genocidio, devorando a sus propios hijos.
Oppie no fue víctima de ninguna Inquisición, ni lo encarcelaron, ni lo obligaron a retractarse de nada, solo padeció la peor de las torturas: la estupidez.
En sus años mozos simpatizó con las ideas “izquierdosas” de Frank y tuvo una novia, Jean Tadock, que hizo campaña a favor de los republicanos españoles en la Guerra Civil de ese país. La conoció en una fiesta y la vio por última vez en 1943, cuando pasó una noche con ella; semanas después la joven Jean se suicidó.
Si bien Oppenheimer era el rey de los “nerds”, en cuanto a escoger amistades fue un perfecto ingenuo. En aquellos aciagos días de la Guerra Fría, en Estados Unidos ser tildado de comunista, era peor que tener sarna.
Con la herencia paterna financió y apoyó grupos izquierdistas, recolectó fondos para las causas antifacistas y se granjeó muchos enemigos gratuitos. Entre ellos J. Edgar Hoover, director del FBI, quien manejó durante 50 años una red de vigilantes, recaderos, voyeuristas, pillos, soplones y traidores.
Hoover tenía un voluminoso expediente sobre las actividades proselitistas de Kathryn –Kitty– Puening, esposa del científico, quien militó en el Partido Comunista entre 1934 y 1937 –antes de conocer a Oppie–; donaba cinco centavos de dólar por mes a la agrupación, imprimió panfletos y redactó algunas cartas.
Una vez que acabó la guerra en el Pacífico el Dr. Atomic, como le endosó la prensa, tomó clara conciencia del nefasto destino que le esperaba a la humanidad, si su descubrimiento era manipulado por la industria bélica.
La prueba de eso la tuvo un día que le confesó al Presidente Harry Truman: “siento que tengo manchadas las manos de sangre”. El gélido mandatario –quien ordenó lanzar las bombas sobre objetivos civiles– sacó un pañuelo del bolsillo y le respondió: “puede limpiárselas con esto”.
El idilio con el científico acabó cuando se negó a construir la Bomba de Hidrógeno, un dispositivo termonuclear 650 veces más potente que la atómica.
Fue el Presidente Dwight Eisenhower quien abrió la temporada de caza, y mediante el Comité de Actividades Antiamericanas persiguió a J. Robert y a todos los que mostraron dudas en su conducta y lealtad al “american way of life”.
A fines de 1953 lo acusaron de nexos con los “rojos” en el pasado y de proteger a investigadores sospechosos, cuando fue director del Proyecto Manhattan. Todo era falso, pero no pudo probar lo contrario.
Interrogado y humillado como a un criminal, su vida privada fue expuesta sin misericordia ante el público; le retiraron sus privilegios y le cancelaron el derecho a trabajar en programas de seguridad.
En un vano intento de salvarse delató a su camarada Haakon Chevalier, un literato cercano a los comunistas. Hasta ahí llegó…
Sus amigos y admiradores se convirtieron en adversarios; escapó por una nariz de ser enjuiciado por espionaje; perdió toda credibilidad y fue condenado al ostracismo académico.
Entre sus colegas cobró fama de mártir; en 1963 el Presidente John F. Kennedy lo rehabilitó y le concedió el Premio Enrico Fermi. Vivió solo cuatro años más, murió de cáncer en la garganta el 18 de febrero de 1967, a los 63 años.
Tal vez, antes de cerrar sus ojos azules, contempló de nuevo aquel hongo atómico donde vio el abismo del mal y recitó –en perfecto sánscrito– una frase del Bhagavad-Gita, el libro sagrado hindú: “…ahora me he convertido en la muerte, la destructora de mundos”.
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