Mi primer jefe me besaba la mano. Ocurrió menos de cinco veces en dos años. En otras ocasiones, también vi cómo lo hacía con mis compañeras. Nunca vi un gesto similar hacia un compañero.
Nunca lo detuve, nunca le dije que me sentí incómoda. Siempre sentí que iba a ser más problemático confrontar a mi superior en una condición de menor rango, experiencia y edad. Sobre todo, porque era un contacto que no era explícita y violentamente sexual. Lo dejé pasar.
Aunque el escándalo se destapó a miles de kilómetros de distancia, leer los testimonios de las mujeres profesionales acosadas, abusadas y violadas por el productor de cine estadounidense Harvey Weinstein me hace sentir insegura en mi profesión.
Por tres décadas, Weinstein usó su influencia profesional como un arma. Una cifra no determinada de profesionales de Hollywood, incluyendo célebres actrices, fueron acosadas, abusadas y violadas por Weinstein.
El 5 de octubre, The New York Times hizo públicas las historias de la actriz Ashley Judd, una colega que trabajó en su compañía productora The Weinstein Company y varias mujeres que no quisieron revelar su identidad.
En silencio y con el apoyo de otros colegas, Weinstein había disuadido a muchas de ellas de elevar sus denuncias fuera de la empresa.
Tres días después, a raíz del juicio público de ese primer artículo, la junta directiva de The Weinstein finalmente despidió a su fundador.
Esta semana, la revista New Yorker publicó las historias de otras víctimas: la modelo Ambra Battilana Gutierrez, la actriz y directora Asia Argento y las actrices Mira Sorvino y Rosanna Arquette (hermana de Patricia y David Arquette), entre las más mediáticas.
Las historias son escalofriantemente similares. Weinstein nunca usó violencia para someterlas. Aprovechó su rango profesional para quedarse a solas con ellas en salones y hoteles. Utilizó los accesos de su cargo para contactarlas por teléfono y en sus casas.
Cuando Weinstein intentó tomarle la mano a una empleada y ella se negó, el productor le respondió con cierto orgullo: “Las chicas siempre dicen que no (...) Luego toman una o dos cervezas y se me tiran encima”.
Weinstein usó la insistencia hasta agotarlas. Podía ser insistente por su posición de privilegio: tenía el cargo, el dinero y el reconocimiento social.
Las víctimas rindieron sus cuerpos valorando que confrontar a Weinstein sería dañino, a largo plazo, para su carrera y su reputación. Pensaron que su integridad física valía menos que una vida alienadas de sus ambiciones profesionales y artísticas.
Fueron decisiones forzadas con coerción táctica y no con golpes. Violaciones todas ellas, igual. Vejaciones sistemáticas, además.
Los casos jamás elevados a instancias públicas y judiciales se convirtieron en caldo de cultivo para que Weinstein no se detuviera.
En nuestro medio, no sé cuántas de mis compañeras se han sentido incómodas con comentarios o el contacto físico de sus colegas y superiores. ¿Alguna vez habrán dicho algo?
Existen rumores en mi gremio, algunos más condescendientes que otros. También los habían en Hollywood sobre Weinstein. Pero los rumores son rumores hasta que alguien no diga las cosas en voz alta.
Nos equivocamos con la lógica de autopreservación: el silencio no protege a las víctimas, solo a los abusadores.
No existe jerarquía o estructura alguna que excuse un comportamiento inapropiado o que nos haga sentir incómodas en nuestros lugares de trabajo. Por ustedes mismas y sus compañeras, siempre, denuncien.
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