El otro día le decía a mi psicoanalista que mi inseguridad trabaja por objetivos. Podría cumplir con un horario, pero ella prefiere manifestarse al azar según el momento del día, aunque sea un tema que en otro instante no me importaría.
Hace poco, en una sobremesa acaparada por la televisión, la duda punzante decidió atacarme por no haber visto 13 Reasons Why, el nuevo bombazo de Netflix. Eso se llama FOMO : fear of missing out, y aunque he escrito y pensado sobre esa ansiedad de estar perdiéndose algo que “todos” disfrutan, todavía no la entiendo ni destierro.
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Formarme una opinión sobre cualquier cosa no me urge, pero como trabajo de editor de Entretenimiento, pues me preocupaba no sentirme interesado por la serie. A decir verdad, soy un cinéfilo consumado, y si puedo ver 12 películas en una semana, no quiere decir que soporte más de dos o tres episodios de una serie “buena” o buena. Simplemente no está en mí.
Decidí darle oportunidad a 13 Reasons Why por tres razones: me gustan historias de crecer y fracasar; disfruto cuando el arte y el entretenimiento suscitan discusiones culturales profundas (en este caso, sobre suicidio, bullying y abuso); y, obvio, FOMO. Así, domingo en la cama, galletas a mano, té caliente, me eché a ver lo que pude.
Fracasé. Furioso conmigo mismo por no encontrar lo que los demás veían, tuiteé mi frustración en busca de consuelo. Nada. Le chateé a una amiga como si se lo describiera en vivo, pero ella ya la odiaba de antemano, así que ni modo. Luego vi 14 episodios seguidos de Clone Wars.
Pero al día siguiente sentí una nueva capa de culpa: no quería ser un hater. Nadie me irrita más que el tipo que teclea, con media sonrisa de fútil arrogancia, “¿y este quién es?, ¿a quién le importa?” cuando un medio publica una noticia en un artista que no le gusta. No quería ser el-que-se-cree-especial porque no le gusta algo popular. En la próxima charla televisiva, no quería pasar por ese tenso momento decir: “Honestamente, no tengo ningún interés de ver Mad Men ” y autoexcluirme de la próxima media hora de charla.
Así las cosas, lunes, martes y miércoles contraataqué. Necesito saber por qué los fans se enamoran de Clay, quien me parece una figurita insípida; ni por qué les preocupa Hannah Baker, hasta ahora (sexto capítulo) un personaje desdibujado que puede ser siete personas distintas sin explicación.
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El soundtrack, compuesto de artistas que me gustan, me irrita por subutilizado. La nostalgia (representada en los casetes), que me vuelve loco en otros casos, me parece artificiosa e impostada. La edición es descuidada, un plano no pega con el otro y el ritmo es como de vinilo rayado. Para rematar, el tema de fondo, el suicidio, lo trata con una frivolidad estremecedora. ¿Seré yo, Señor?
No quiero decir “gustos son gustos”: esa frasecita es la escapatoria del que no quiere comprometerse o el que no sabe bien qué le gusta. Es cobarde. Hoy, domingo, voy de nuevo. Si todo falla, al menos me quedan más de 100 episodios de Clone Wars. Cuando quieran podemos hablar de eso.
Actualización: La presión social pudo más y terminé de ver la serie el sábado. No mejoró.
Esta es una columna de opinión de la revista Teleguía, de La Nación, y como tal sus contenidos no representan necesariamente la línea editorial del periódico.