El primer momento en que mis manos se llenaron de sudor mientras jugaba Inside ocurrió apenas a los dos minutos de haber comenzado la partida.
No porque me disparara un soldado enemigo o me persiguiera un monstruo; no fueron necesarios diálogos trillados, tramas altisonantes o explosiones huecas. Pasó, en cambio, que el indefenso muchacho a quien el jugador controla respiraba agitado, oculto tras una pared mientras intentaba escapar de una especie de campo de concentración en el que a los seres humanos se les lava el cerebro y la voluntad.
El sonido de sus inhalaciones aceleradas, el uso macabro de las luces y las sombras, la perenne sensación de que la muerte espera a la vuelta de la esquina: todo en Inside está pensado para construir una atmósfera agobiante, pesada y, al tiempo, fascinante. Son necesarios segundos apenas para que el jugador se preocupe genuinamente por el muchacho.
Ese interés es producto del trabajo de Playdead, estudio danés que hace un lustro se estrenó con Limbo y que a mediados de este año presentó Inside , un juego que, más que repetir la fórmula de su predecesor, la mejora en todo sentido.
¿Cuál es esa fórmula? Juegos en dos dimensiones en los que la luz es poca, las sombras son abundantes y el jugador no se puede valer de armas o vehículos: solo puede comandar a un adolescente a que salte, corra, nade y resuelva algunos de los acertijos y rompecabezas mejor logrados de los últimos años en cualquier videojuego.
Aunque es relativamente breve para su precio –cuesta $20 en descarga digital, y se puede completar en unas cuatro horas–, Inside es una obra maestra del suspenso y de los videojuegos de plataformas.
Es, además, otra prueba –como si hicieran falta– de que un videojuego no necesita pirotecnia, presupuestos extraordinarios o una galaxia entera para recorrer. Basta con tener talento e inventiva, que no se pueden comprar.