Este no es un artículo sobre acoso sexual, y mucho menos sobre crímenes pasionales. Aunque, pensándolo bien, dejemos esa conclusión para el final. En principio, este artículo es sobre el agua y el TLC. Uno de los terrores atávicos que tratan de despertar los oponentes al TLC es el de que, al amparo de esa siniestra conjura, y ante la escasez de agua potable en el mundo, vendrán grandes multinacionales a apoderarse de nuestras reservas y nos dejarán ya no solo con hambre, sino además con sed. Circulan por la Internet propuestas para que, en defensa de nuestra soberanía y supervivencia, prohi- bamos por ley la exportación de agua envasada. Quienes eso prohíjan, de haber vivido en tiempos de Braulio Carrillo, hubieran propuesto prohibir la exportación de café y, si fueran venezolanos, le hubieran propuesto a Chávez dejar de exportar petróleo, por si se acaba.
La situación real es esta: Los ecosistemas de Costa Rica captan anualmente unos 110 km³ de agua. Parte de esa agua se infiltra al subsuelo y se deposita en mantos acuíferos, y otra parte discurre por la superficie, llena los ríos y termina en el mar. No se sabe a ciencia cierta qué proporción es la que llega a los acuíferos. La irregular topografía del país, la cobertura boscosa de cerca de la mitad del territorio nacional y la porosidad de los suelos hacen suponer que puede estar entre el 30% y el 40%.
Un tesoro por proteger. Lo cierto es que siglos de acumulación de agua han formado inmensos mantos acuíferos bajo nuestros pies. Ese es un tesoro que debemos investigar y proteger a toda costa, por lo que sirve y por lo que vale. De allí la importancia de que los diputados aprueben pronto el empréstito con Japón que permitirá tratar las aguas negras del Valle Central, principal amenaza de contaminación a los grandes acuíferos Colima superior e inferior. Y ojalá que, de allí o de otra fuente, podamos destinar más recursos a fortalecer la investigación sobre las aguas subterráneas.
Del total de agua que cae sobre nuestro suelo utilizamos solo el 6% (6,8 km³), sin contar la generación hidroeléctrica, ya que esta no “gasta” el agua, sino que únicamente utiliza la energía hidráulica para mover turbinas. De esos 6,8 km³, aproximadamente el 76% se utiliza para riego, 11% para consumo humano, 11% para usos industriales y agroindustriales, y 2% para turismo. En Costa Rica se venden unos 60 millones de litros de agua envasada por año. Eso equivale a un 0,00005% del agua que nos cae del cielo, un 0,0009% de la que hoy utilizamos de alguna manera, y un 0,008% del agua para consumo humano o usos industriales.
En otras palabras, la industria del agua envasada tendría que crecer 18.333 veces para llegar a consumir el 1% del agua que anualmente recibe Costa Rica. Ese simple dato muestra lo absurdo de pretender que la exportación se prohíba. Al contrario, deberíamos prepararnos, con investigación y con las regulaciones necesarias, para que el país haga valer su “marca” ambiental en el mercado internacional de agua del futuro. En China, por ejemplo, han mostrado interés en nuestros refrescos de frutas porque estiman que vienen de un país en que el agua y el aire están menos contaminados que allá.
Nos queda ver la manera en que ese negocio beneficie al mayor número posible de costarricenses. Debe hallarse una forma equilibrada de renta pública y renta privada en la explotación de ese recurso natural. Actualmente la industria de agua envasada paga al Estado, por la vía de un impuesto específico, más de mil millones de colones anuales, pero ese impuesto no se aplica a las exportaciones.
El canon de aprovechamiento por la extracción de agua, aunque recientemente fue ajustado hacia arriba, no proporcionaría beneficios suficientes, o bien se convertiría en un castigo muy fuerte a las industrias pequeñas. El reto es crear un mecanismo que, sin restar competitividad a las eventuales exportaciones, asegure la conservación del recurso y proporcione al país beneficios sostenibles y a largo plazo.
Miedo irracional. Lo que resulta inaceptable es que, por un amor al agua mal entendido, la mantengamos enterrada con tal de que nadie más la aproveche. Ese es un amor que mata, originado en un miedo irracional. A veces, escuchando los argumentos de los enemigos del TLC, uno llega a la conclusión de que su estrategia se resume en dos palabras: meter miedo.
¿Seremos un país que decide su destino sobre la base del miedo, o más bien de la visión, la organización y el trabajo que requiere aprovechar las oportunidades que nos presenta la historia? Me hubiera gustado oír la respuesta de don Braulio Carrillo a esa pregunta.