A partir del lunes, Iraq cuenta, nominalmente, con un gobierno soberano. No es producto de elecciones democráticas, sino de la designación de un delegado de las Naciones Unidas, bajo la tutela de Estados Unidos; carece de una serie de competencias, especialmente en cuanto al mando real de las tropas extranjeras que permanecen en su territorio (unos 160.000 soldados), y no ha logrado despertar aún una fuerte corriente de respaldo popular. Es decir, tanto su autoridad como su legitimidad son parciales. Pero, aun así, la transferencia del mando oficial a los iraquíes por parte de las autoridades de ocupación estadounidenses es un paso esencial en la dirección correcta y, junto con otros acontecimientos, abre razonables esperanzas sobre el futuro.
A pesar de las graves tensiones vividas por el sistema internacional debido a la invasión de Iraq, el nuevo gobierno, presidido por Ghazi al-Yuar (de la minoría sunita), y encabezado por el primer ministro Iyad Alaui (de la mayoría chiita), nace con la bendición del Consejo de Seguridad de la ONU, ha recibido buena acogida de los países árabes, y tendrá importante respaldo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la cual, en la reciente cumbre de Turquía, decidió entrenar a sus fuerzas de seguridad. Así, el cambio de mando en Bagdad no solo implica una oportunidad para la reconstrucción política, institucional, económica y social del país, sino, también, para un reencuentro de la Alianza Atlántica y de varios países del Oriente Medio en torno a objetivos más amplios.
Esto último dependerá, fundamentalmente, de la acción diplomática de Estados Unidos, de sus principales aliados europeos y de algunos países árabes clave; es decir, escapa a las manos de las nuevas autoridades iraquíes. Lo que sí dependerá de ellas, a pesar de su limitada soberanía, es dar un nuevo “arranque” al país y conducirlo en el proceso que deberá culminar, a finales del próximo año, con elecciones generales para escoger un gobierno definitivo, tras la aprobación de una nueva Constitución Política.
Es una tarea sumamente difícil, que no admite demoras. Deberá comenzar por controlar la ola de atentados que afecta a amplios sectores del territorio, restablecer el orden público y garantizar los servicios básicos a la población. Esta será la prueba de fuego. La apuesta de Alaui y sus ministros es que, desaparecida la figura formal (y odiosa para la mayoría) de una ocupación extranjera, con las autoridades iraquíes que dan la cara y con el incremento de sus propias fuerzas de seguridad civil, la población se vuelque contra los terroristas, rechace la insurgencia y dé su apoyo al Gobierno.
Si ocurriera así –y el ansia mayoritaria de paz juega a su favor–, habrá entonces mayor capacidad para las siguientes tareas: la administración de la multitudinaria ayuda estadounidense, la revitalización del aparato productivo (sobre todo petrolero), la organización de los procesos electorales, el cuidado del balance étnico-religioso y de la integridad territorial, y el enjuiciamiento de Husein, tema de gran carga simbólica y emotiva.
La complejidad de Iraq como país y, en particular, de su coyuntura actual, torna todo lo anterior en algo sumamente difícil. Han sido mucho los errores –y aberraciones– cometidos en estos últimos meses por Estados Unidos, fue nefasta la criminal dictadura de Husein, y no se pueden menospreciar ni los fanatismos religiosos, ni las pugnas étnicas, ni el complejo entorno regional, ni la acción del terrorismo. Pero, al menos, ya existe una administración más legítima, balanceada, aparentemente decidida y con recursos y ayuda para comenzar a andar. Su éxito conviene no solo a los iraquíes, sino al Medio Oriente, a la democracia y a la comunidad internacional en general. Lo que ha ocurrido en el pasado no se debe olvidar. Pero la gran apuesta hay que hacerla a un mejor futuro. Y el nuevo Gobierno es, hoy, la mejor ficha posible.