Durante una reciente manifestación en Beirut, Hasan Nas- rallah, líder del Hezbolá o “Partido de Dios” en Líbano, nuevamente se declaró ganador de la guerra contra Israel. A pesar de las trágicas consecuencias del enfrentamiento bélico que Hezbolá comenzó, Nasrallah continúa con su retórica militarista mesiánica.
En el Medio Oriente sobran líderes que quieren ganar guerras pero escasean estadistas que luchen por la paz.
Anwar el Sadat, quien se convirtió en presidente de Egipto en 1970, fue uno de ellos. Si bien es cierto que Sadat interpretó la Guerra de Iom Kippur de 1973 como una victoria egipcia, también entendió que solo a través de las negociaciones directas con Israel lograría recuperar la extensa península del Sinaí.
Sadat viajó a Jerusalén en 1977 y expresó sus intenciones de paz ante el Knesset o parlamento israelí. En 1979, Egipto e Israel firmaron la paz y, unos meses más tarde, se completó la devolución del Sinaí sin necesidad de las armas. Trágicamente, Sadat fue asesinado por radicales islámicos en 1981.
Otro asesinato. También Bashir Gemayel, expresidente de Líbano, luchó por la paz y, al igual que Sadat, murió asesinado.
Durante su breve presidencia, Líbano e Israel firmaron un acuerdo de resolución de conflicto. Lamentablemente, en la primavera de 1984, Amín Gemayel, hermano sucesor de Bashir, repudió lo acordado bajo fuerte presión del Gobierno sirio.
Como lo demuestra el reciente conflicto armado entre Hezbolá e Israel, en la guerra pierden todos, pero unos pierden más que otros. En este caso, y a costa del triunfalismo utópico de Nasrallah, Líbano resultó el gran perdedor.
La coyuntura actual abre una oportunidad para que Israel y Líbano negocien sus diferencias. La comunidad internacional no debe permitir que Hezbolá la cierre. La gran mayoría de libaneses e israelíes quieren celebraciones de paz, no más fútiles manifestaciones de guerra por parte del “Partido de Dios” y sus patrocinadores terrenales en Siria e Irán.