Hay muchas maneras de medir el paso del tiempo, pero ninguna tan singular como la de los ejercicios.
De los 6 a los 12 años de edad, gracias a la vitalidad propia del momento, chiroteamos el día entero hasta caer en cruz. Sin más preocupación que gozar, brincamos, corremos, rodamos, chapaleamos y hasta nos malmatamos sin que, chichota aparte, nada pase.
De los 12 a los 18 reencauzamos un poco la energía hacia actividades más definidas como el futbol, básquet, racquet , tenis y otras. Ávidos de triunfos, nos volvemos competitivos porque cuanto más sobresalgamos, más muchachas atraeremos para la conquista, la salidita y, bueno…, lo demás.
De los 18 a los 30, como pensamos más en nuestra figura, en el flexi-flexi del cuerpo y en el culto al músculo, sacar “cuadritos” y ensayar dietas se vuelve obsesión. Eso, más la ropa para resaltar los bíceps, los pectorales (pechorales en el caso de ellas), los muslazos y la cinturita anoréxica, son la madre de todas las ambiciones juveniles.
De los 30 a los 40, caminar o trotar comienzan a adquirir un sentido más filosófico. Ya no se piensa tanto en la gimnasia para lucir curvilíneos como para sentirse saludables, pues los primeros síntomas de presión alta, elevado colesterol y triglicéridos revolotean implacables en el expediente clínico.
De los 40 a los 50, asediados por la vertiginosidad de los años, caemos en el revoltijo, es decir, igual caminamos que subimos escaleras, coqueteamos con el yoga, mejengueamos, nos matriculamos en Merecumbé y espiniamos a lo bestia (de spinning; ¡diay!, es mejor irlo castellanizando).
Entre los 50 y 60, cuando la vejez nos hace los primeros guiños, sobreviene la natural resistencia a aceptarla que se traduce en hacernos sentir otra vez de 20, por lo que, de nuevo, hacemos barra fija, pesitas, lagartijas, desplante y “sentadillas” como diciéndole a aquella: ¡mirala, mamita!
De los 60 en adelante el régimen sufre un peculiar cambio con rutinas especiales ya no para alzar 200 kilos, rajar con así “ratones” o ser un Míster Spinning, sino para retardar el “trencito” prematuro, subir una grada sin que la otra se nos corra, salir o entrar a la ducha en dos pies, adaptar el brazo al bastón, levantarnos airosos de los sillones profundos, agacharnos sin quedarnos trabados y practicar en el “extensor de rodilla” para dar el salto al cielo sin caer ya sabemos adónde. ¡Amén!