Cuando se acerca el quinto aniversario de los ataques por al- Qaeda a los Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001, deberíamos aprovechar la oportunidad para evaluar los resultados de la respuesta de los EE. UU. y la comunidad internacional. Evidentemente, los ataques y la respuesta ante ellos han provocado un cambio abismal en las relaciones internacionales, pero sería difícil sostener que, a consecuencia de ello, se haya reducido la probabilidad de que se produzcan nuevas atrocidades. ¿Por qué no estamos más seguros que hace cinco años?
Una semana después de los ataques, el presidente George W. Bush declaró una “guerra al terrorismo”. La metáfora de la guerra tiene la singular ventaja de que evoca clara e intensamente el contraataque requerido. Además, la metáfora de la guerra constituye un llamamiento implícito a una intensa movilización: no solo por un país que ha sido atacado, sino también por sus amigos y aliados.
Naturalmente, nadie pone en tela de juicio el derecho de los Estados Unidos a defenderse. Nunca se ha puesto en duda la legitimidad de un contraataque violento, pero la metáfora de la guerra entraña también connotaciones inevitables que, aplicadas al terrorismo, resultan engañosas y contraproducentes.
Siempre que se invoca la guerra, significa una lucha entre naciones, pueblos o Estados. Significa que se deben considerar hostiles territorios enteros y las poblaciones que viven en ellos. La guerra significa ejércitos y estructuras de mando que se pueden reconocer, si no conocer claramente; en cualquier caso, la guerra entraña una confrontación militar con un adversario identificable.
Concepto de guerra. En relación con todos esos aspectos, el concepto de guerra –parafraseando al secretario de defensa de los EE. UU., Donald Rumsfeld– no es útil. Aun cuando la escala del ataque del 11 de septiembre fue de tales dimensiones, que solo el ejército americano parecía poder afrontar el desafío, el de afrontar una amenaza extranacional, en lugar de internacional, es –desde el punto de vista técnico– un asunto de técnicas policiales y no de tácticas militares.
Las consecuencias negativas de esa apreciación equivocada resultaron evidentes. Ahora es de sobra sabido que el Gobierno de los Estados Unidos, tal vez en parte inconscientemente, adoptó una idea de al- Qaeda profundamente deformada, según la cual se trataba de una organización jerárquica con una estructura de mando perfecta: el prototipo de un enemigo al que el ejército americano podía atacar y destruir.
Pero al-Qaeda –la palabra significa “la base” o “el campamento”, es decir, nada más ni menos que un punto de reunión y entrenamiento– se parece más a una confusa esfera de influencia, formadas por personas y pequeñas células locales que actúan por su propia iniciativa y cooperan raras veces y solo para operaciones en gran escala. No se ha demostrado que los ataques en Londres, Madrid o Bali en los años posteriores a la conspiración del 11 de septiembre o el ataque al buque de guerra estadounidense USS Cole en el 2000 reflejaran la existencia de un “centro” que coordinara las operaciones o diera órdenes para ejecutarlas.
También es erróneo equiparar el terrorismo islámico con el de la ETA vasca, los Tigres Tamiles de Sri Lanka o el Ejército Republicano Irlandés. Mientras que esos grupos tienen una base territorial y están interesados en objetivos nacionales, el terrorismo islámico parece ser obra de un número muy pequeño de personas que intentan vengar la “humillación” durante siglos del mundo musulmán, provocada por la colonización, la falta de desarrollo económico y la debilidad política. El objetivo de los terroristas islámicos es nada menos que la destrucción del mundo occidental “hegemónico”, pese a que la mayoría de las naciones musulmanas desean vivir en paz dentro de la comunidad internacional y cooperar en la elaboración de estrategias de desarrollo eficaces.
La única opción. La única estrategia viable para afrontar la amenaza del terrorismo islámico era –y sigue siendo– la búsqueda de un acuerdo entre los musulmanes –y entre los dirigentes de las naciones musulmanas– sobre las formas de cooperación mutua, incluida la policial, necesarias para aislar, debilitar o destruir a los militantes que se encuentran entre ellos. Se trata de una empresa larga y difícil, pero no hay otra opción.
En cambio, la metáfora de la guerra sigue caracterizando la reacción de los EE. UU. y la de varios de sus aliados. El atractivo de esa metáfora puede ser atribuible a la excesiva confianza que los americanos tienen no solo en su ejército, cosa comprensible, sino también en la fuerza en general, cosa menos comprensible en el caso de un pueblo inteligente. En cualquier caso, concebir la lucha contra el terrorismo como una guerra ha movido a los dirigentes políticos americanos a multiplicar unas operaciones violentas que no tienen la menor posibilidad de ganarse los corazones y las mentes del mundo musulmán: todo lo contrario.
El del Afganistán fue el único caso en que una respuesta militar era comprensible: al fin y al cabo, su Gobierno había dado a al-Qaeda una base territorial temporal, pero implicar al Iraq, que nada tenía que ver con al-Qaeda ni con los ataques del 11 de septiembre, fue un error enorme, que ha fortalecido a los extremistas islámicos y probablemente los haya ayudado a reclutar terroristas. Además, la reacción de los EE. UU. ha fortalecido la creencia de Israel en la eficacia de los métodos militares, lo que ha propiciado la reciente guerra en el Líbano y la actual invasión de Gaza.
Los musulmanes. La comunidad internacional, impotente, nada hace. La rigidez y la brutalidad del comportamiento de los Estados Unidos –cuyo resultado ha sido muchas más muertes de civiles que las habidas el 11 de septiembre– han bloqueado cualquier intervención útil por parte de países como, por ejemplo, Argelia, Marruecos, Jordania, Arabia Saudí o los Emiratos Árabes Unidos. Asimismo, el llamamiento a la guerra ha descartado la perspectiva de negociaciones serias entre Israel, Siria y el Líbano. Al atacar a un país musulmán tras otro, los EE. UU. y sus aliados han dado la impresión de que el islam mismo es el enemigo, lo que conduce inexorablemente al “choque de civilizaciones” que los Estados Unidos quieren –según dicen– evitar.
Pero la estrategia de los Estados Unidos ha fracasado. La fuerza no puede lograrlo todo. La comunidad internacional debe decir claramente que el islam no es nuestro enemigo y que se debe luchar de otras formas contra el terrorismo. Por su parte, los dirigentes políticos musulmanes deben declarar con la misma claridad que el terrorismo no es su opción. Si los dos bandos pueden contener sus desviaciones asesinas, renacerá la esperanza de una reconciliación cultural y política.