Siempre se ha dicho que el discípulo termina por superar al maestro y, una vez más, el aserto resulta. Ahora vemos que el verdadero capo, el maestro verdadero, fue el discípulo: insuperable en el arte de la exacción, el fraude, el tráfico de influencias, el abuso, el latrocinio. Lo saludé una vez, cuando estaba en la cumbre de su poder. Se trataba de una fiesta privada, y, por lo tanto, no hubo que cantar el Himno Nacional cuando él hizo su aparición. Pero la fiesta se paralizó y todos los rostros se voltearon para verlo irrumpir ostentando su corbata de diario. Todos, incluyendo a sus entonces amigos, reconocían que no es un tipo simpático, pero lo acogió una lluvia de sonrisas y muecas complacientes (incluyendo, acaso, la mía: nunca se sabe, y, entonces, por cierto, ni siquiera sospechábamos...).
Con auténtica capacidad de desdoblarse, con verdadero talento creativo, fue capaz de colocarse en distintas posiciones y visualizar las posibilidades que desde ahí se le ofrecían. Acorde con ello, colocó en esos puestos a personas dispuestas a seguirlo. Hay que decir que en eso ejerció un verdadero liderazgo con su equipo, un liderazgo –diríamos–, ejemplar o, si se prefiere, digno de mejores causas.
A la distancia, me parece advertir en su frenesí, en su descaro, en su ilimitada ambición, una suerte de afán de venganza hacia su “maestro” y mentor. Parece como si con sus actos quisiera espetarle en la cara que él, el discípulo, desde siempre fue mejor y merecía ser el primero, el verdadero líder...
Ahora, en medio de su ruina –pero ojo, que en política nunca se sabe: para muestra el botón de la reelección–, me digo que por fin se dirimirá la antigua disputa, y va a fijarse, de una vez por todas, cuál de los dos era el verdadero capo y el mejor: el que caiga parado ganó.