En mayo del 2003 visitaba Buenos Aires y coincidí con la toma de posesión de Néstor Kirchner. Me inquietó cierto ambiente de indolencia ante el acontecimiento, cuanto más tratándose de una sociedad de cambios profundos y heridas recientes. Recuerdo, como hecho a subrayar, la conmoción generada en algunos sectores por Chávez, Lula y Fidel, quienes, naturalmente, conquistaban seguidores con sus discursos de soberanía económica de frente a las potencias mundiales y élites financieras que hunden a nuestros pueblos en la miseria.
En otra palestra, con una tesitura distinta, pero con un tono igualmente combatiente, el jesuita Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, desarrollaba una propuesta en la que lo profético y lo patriótico se fundieron por completo. Para mi sorpresa, su frase "debemos ponernos la patria al hombro..." generó un eco emocional sin parangón. "La patria no ha de ser para nosotros, sino un dolor que se lleva en el costado.".
Utilizando la parábola del Buen Samaritano como imagen inspiradora (Lc. 10, 25-37), Bergoglio recapituló las opciones de fondo que se deben tomar para reconstruir, según el poeta Leopoldo Marechal, esta patria que nos duele...
Capacidad y formación. Así, sin hacer de la Escritura una mixtura de ideales abstractos o una "moraleja ético-social", los ciudadanos, exponía el Cardenal, nos sentimos como el hombre despojado, malherido y tirado al costado del camino... desamparados de nuestras instituciones desarmadas y desprovistas, ayunos de la capacidad y la formación que el amor a la patria exigen.
A su vez, como el viajero de la historia en cuestión, recordaba la falta del deseo gratuito, puro y simple de querer ser nación, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar y de levantar al caído.
Posteriormente, y después de evidenciar que aquellos que hunden al pueblo en el desaliento están cerrando un círculo perverso perfecto, el prelado invitaba a la lucha contra el desarraigo, el individualismo, la fragmentación y la exclusión social para que, solidariamente, todos y cada uno de los ciudadanos, fueran pródigos en la atención de aquel herido que es la nación y su pueblo... "debemos ponernos la patria al hombro, porque los tiempos se acortan".
Silencio o indiferencia. "Los hijos unidos hacen la patria superior con que los buenos soñaron...". La patria que yace sufriente ya no me resulta ajena. Nuestra realidad, aunque con lógicas diferencias, nos habla también de una nación que clama por ser socorrida pues, apuntémoslo con claridad, algunos la han dejado profanada y otros, con nuestro silencio o indiferencia, hemos actuado con plena complicidad. Como muy bien decía Bergoglio, no se trata de predicar un "eticismo reivindicador", sino de encarar las cosas desde una perspectiva ética, que siempre está enraizada en la realidad.
Ponerse la patria al hombro es apelar a lo más profundo de nuestra dignidad como pueblo y a su reserva moral. Es, además, redescubrir la grandeza de trabajar juntos para amasar solidaridad, y de superar toda explotación, opresión, privilegio y anulación de los demás.
Ante el Monumento Nacional y ya más de 80 años atrás, el maestro García Monge nos había legado una lección similar: "Así es la patria cuando se la comprende de veras, un estado de alma, de cultura, un estado de conciencia superior, conciencia de que se tiene una función y un valor, de que, como hombres y como pueblos, hemos venido a este mundo a hacer algo que valga la pena".