Para año viejo, contrición; para año nuevo, buenos deseos. Una y otra vez. Año tras año. Y, sin embargo –como sabemos –, los buenos deseos no bastan. ¿Por qué no? ¿Cuál es esa trampa sempiterna que nos hacen, como truco malicioso para perpetuarse, para que los necesitemos siempre, reconfortantes, repetidos e inútiles, los buenos deseos? Desde los más nobles –paz en el mundo, justicia, fin de la pobreza– hasta los más mundanos –esa prosperidad mal entendida– pasando por todos esos pequeños y medianos deseos personales –bajar de peso, pasar los cursos, dejar el guaro, chinear al abuelo o a la suegra…–, todos comparten esa misma característica: no pasan de ser buenos deseos y, como tales, estarán aquí, aparentemente fieles, pero verdaderamente engañosos y ultimadamente falsos, el año que viene. ¿Por qué?
Hay dos carencias en nuestros deseos que, si bien nos hacen fácil tenerlos, nos condenan, también, a seguir teniéndolos, idénticos, inmutables, año tras año. Los buenos deseos se limitan al qué: qué es lo que queremos –bajar de peso y paz en el mundo–; pero, al mismo tiempo, omiten otras dos preguntas que serían clave para pasar del ámbito utópico de los deseos al terreno práctico de los cambios reales y efectivos: el porqué y el cómo.
Nuestros deseos ansían el qué, pero olvidan el porqué: ¿por qué me engordo?, ¿por qué hay injusticia?, ¿por qué me da pereza estudiar?, ¿por qué hay violencia?, ¿por qué gasto tanto y ahorro tan poco?, ¿por qué hay tanto pobre?, ¿por qué me enojo?, ¿por qué tanto afán por el dinero? Y así, sin los porqués, sin buscar la causa y origen de aquello que nuestros deseos aspiran a cambiar, no tenemos mucho chance –más allá de la mera suerte– de que las cosas de verdad cambien pues, para eso, haría falta que cambie aquello que hace que las cosas sean como son.
Nuestros deseos ansían el qué, pero olvidan el cómo: ¿cómo es que nos engordamos… o nos adelgazamos?; ¿cómo opera y se reproduce la injusticia…?, ¿cómo frenarla?; ¿cómo es que me da pereza aprender…?, ¿cómo gozarlo?; ¿cómo funciona la violencia?, ¿quién la ejerce?, ¿quién la teme…?, ¿cómo hacerla imposible, irrelevante?; ¿cómo es que gasto?, ¿cómo gasto?, ¿cómo, con tanta riqueza, sigue habiendo tanto pobre?, ¿para qué sirven los pobres?, ¿para quién?, ¿cómo volver la pobreza innecesaria?; ¿cómo me enojo con quienes tengo más cerca…?, ¿cómo quererlos?; ¿cómo me sirve… o me atrapa el dinero, o la falta de dinero? Sin el cómo, los deseos aportan bien poco a nuestra capacidad de provocar cambios pues, para ello, hace falta trabajo: hay que hacer que las cosas funcionen de modo distinto y que funcionen.
Nuestros deseos ansían el qué, pero olvidan el porqué y olvidan el cómo. Así, se perpetúan como deseos. Nobles pero inútiles. Reconfortantes pero falsos. Simples deseos que –y lo sabemos: eso es lo trágico– no pasarán de ahí y nos seguirán pareciendo necesarios un año después. Por eso, hipócritas. Por eso, traidores. Y, por eso, mi deseo para año nuevo es que usted tenga muy pocos deseos, tal vez uno solo, y que guarde un poco de tiempo para acompañarlo con algo de porqué, con algo de cómo… y así, tal vez, con un poco de suerte, el año entrante ya no tenga que tener ese deseo, y halle espacio para trabajar en uno nuevo.