Hace veinticinco años, solamente Colombia, Costa Rica y Venezuela eran democracias razonablemente estables en América Latina. Hoy, en toda la región existen las que pueden considerarse "democracias electorales". De hecho, en ningún otro momento después de la independencia ha habido tal proliferación democrática en América Latina.
Pero lo que se ha ganado nunca se puede dar por seguro. Un golpe militar no es la única manera de destruir una sociedad. Como lo ha observado el cientista político Guillermo O'Donnell, la llama de la democracia también puede extinguirse gradualmente cuando los sueños de justicia y progreso social no se hacen realidad.
En los 25 años de espectacular encumbramiento de la democracia en América Latina, el ingreso per cápita ha aumentando en apenas $300. Incluso en Chile, que ha tenido un alto crecimiento económico y ha reducido la pobreza a la mitad, y Brasil, que en los años 90 redujo en un tercio el porcentaje de ciudadanos que viven bajo la línea de la pobreza, la concentración de la riqueza ha aumentado.
Esto no ocurre por carencia de reformas estructurales. Al mismo tiempo que los cambios políticos ayudaron a diseminar la democracia en toda América Latina, se fortalecieron las reformas económicas estructurales. Samuel Morley, de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL), creó un índice que calificaba las reformas orientadas a la desregulación económica, la liberalización del comercio y la apertura de los mercados financieros. El índice de Morley, en una escala de cero a uno, era un 0,52 en 1977, pero subió al 0,82 para el año 2000.
Dos desafíos. No obstante, la profunda transformación política y económica ocurrida en América Latina ha ocultado una profunda disparidad entre las reformas y la realidad; ciertamente, entre las esperanzas y su realización. Aunque esta brecha pone en peligro el futuro de la democracia en América Latina, muchos gobernantes latinoamericanos sienten que es una especie de herejía decir que los niveles de vida hoy son poco mejores que los existentes en la época de las dictaduras. Su primer impulso es defender estas democracias electorales afirmando que ya no cometen asesinatos ni practican la tortura.
Pero considérese lo siguiente: Amnistía Internacional y el Departamento de Estado de EE. UU. tienen tres indicadores básicos para los derechos humanos, que son el derecho a la vida, el derecho a la seguridad física, y el derecho a no ser perseguido políticamente. Usan una escala de uno a cinco, donde uno representa un nivel óptimo de derechos humanos y cinco indica una situación de terror generalizado. Durante 1977, el peor año en cuanto a violaciones de los derechos humanos, el índice latinoamericano de terror promedio fue de 3,0. En 2001, tras dos décadas de democracia, era de 2,6. En contraste, el índice para Europa Occidental era 1,1.
Aún así, insistir en que la democracia latinoamericana ha sido una gran desilusión no sólo será pesimista, sino que no reconocería que los valores más importantes de una sociedad libre incluyen la capacidad de cambiar, rectificar y mejorar.
El problema no radica en las insuficiencias, sino en la manera como escogemos resolverlas. El papel del Estado, el mercado y el lugar de la región en la economía mundial son todos factores que requieren una urgente atención y discusión. No obstante, nuestros líderes consideran que estos temas son tabúes.
Nuestro primer desafío es reconocer que el gobierno electoral no ha hecho realidad una verdadera democracia popular. Nuestro segundo desafío es encontrar las llaves para abrir esa puerta.
América Latina parece carecer de la voluntad de crear una verdadera democracia popular, y se ha atado a una estrecha economía de mercado cuyos malos resultados son evidentes para cualquiera; pero el gobierno tiene un papel central que desempeñar en el debate sobre la creación de la democracia, uno que es más importante que únicamente supervisar el orden fiscal.
No hay duda de que un mero retorno al Estado paternalista no resolverá nada ya que es ineficiente y genera un desequilibrio opuesto, pero equivalente.
De hecho, es posible que aún haya que crear el marco conceptual de un estado que pueda gobernar a través de una verdadera democracia.
Coordinación política. Lo mismo se puede decir acerca de la economía de mercado. El consenso de Washington, con su énfasis en la liberalización, la desregulación y la privatización, no permite prever un mayor ingreso per cápita ni elimina la pobreza. Sin embargo, sí aumenta la desigualdad. ¿Significa esto que deberíamos abandonar la economía de mercado? No porque, dicho en palabras simples, la libertad política no se puede separar de la libertad económica.
Asegurar la autonomía de las naciones latinoamericanas en la economía mundial es otro asunto vital que se debe debatir ya que es esencial que los gobiernos nacionales tengan el poder de ejecutar la voluntad de sus ciudadanos. Por lo tanto, se deben integrar los aspectos comerciales y políticos de las responsabilidades del gobierno. Esto no requiere crear de inmediato nuevas estructuras administrativas, pero una hábil coordinación política puede y debe estar en el centro de este debate y asegurar su resultado exitoso.
No podemos basar nuestras acciones únicamente en la voluntad comercial ya que eso nos limita a funcionar según los caprichos de los mercados internacionales. Como dijo el cientista político Samuel Huntington, "el comercio puede acercar a las comunidades, pero no armonizarlas". En la actualidad, los Estados de América Latina necesitan acuerdos políticos que los protejan de convertirse en víctimas del unilateralismo norteamericano y la economía global.
Sin duda, si no se da inicio a estos fundamentales debates acerca de la democracia latinoamericana se creará un suelo fértil para revivir las fantasías autoritarias del pasado. Si, por otra parte, los líderes políticos pierden su temor a debatir los temas de fondo, América Latina podrá avanzar. Tras haber ganado parte de su libertad, los pueblos latinoamericanos no deben verse forzados a pagar el alto precio que implica el que sus líderes no abran al debate los temas prohibidos.