En su infinita sabiduría, cuando Dios hizo al hombre, se aseguró de que la boca, el estómago y el cerebro estuvieran en el mismo individuo, de tal suerte que, cuando una persona decida comer de más, a él mismo le dolerá el estómago. En su frenesí “estatista” del último medio siglo, los socialistas de todo pelambre intentaron corregir ese “error” de Dios, mediante la creación de un ser humano desprovisto de su individualidad, de diferente comportamiento. Así, suprimieron los derechos individuales básicos y se inventaron una serie de instituciones que suplantaron las decisiones individuales con las colectivas. Dentro de ellas están los monopolios estatales, incluidos, por supuesto, los puertos y aeropuertos, porque, según la Constitución, solo el Estado puede proveer esos servicios.
Por su estructura organizacional, a esos monopolios los he llamado “adefesios empresariales” (Página quince, 30/9/04) porque sus dueños de facto maximizan sus ganancias mediante la maximización de los costos. Esta perversión es totalmente lo contrario de lo que sucede en el ámbito privado, con competencia, donde los dueños de las empresas maximizan sus ganancias a través de, entre otras cosas, la minimización de los costos, porque no pueden imponer los precios a su antojo. Como ejemplo de ese adefesio están los puertos de Limón. Los trabajadores pueden hacer lo que repetidamente hacen, sin ningún costo para ellos, pero con un gran costo para todos los demás: la institución que los emplea, los usuarios del puerto, las compañías que pierden sus productos y los consumidores de muchos bienes. Ahora, no debemos culpar a los sindicalistas de Japdeva, sino a los políticos que, con el afán de beneficiarse a sí mismos y a sus amigos, premiar a “pegabanderas” con puestos de policía, cocineras, gerentes, presidentes ejecutivos, etcétera, crean estos adefesios disfuncionales.
¿Qué hacer? Regresar a una estructura empresarial sensata, congruente con las características del ser humano original, donde el que se come la piña es el mismo al que le duele la panza. Esto significa tres pasos, los cuales requieren de inteligencia y, sobre todo, agallas: (1) Enviar inmediatamente un proyecto de ley a la Asamblea Legislativa para modificar la Constitución, de tal suerte que no sea solo el Estado quien pueda proveer servicios de puertos, aeropuertos y ferrocarriles, entre otros. (2) Privatizar inmediatamente los puertos de Limón. ¿Cómo? Convirtiéndolos en sociedades anónimas privadas donde la ciudadanía costarricense pueda comprar acciones. No menos del 50 por ciento de esas acciones serían obsequiadas a los actuales trabajadores portuarios. Hay que convertirlos en empresarios y accionistas. El país no perdería absolutamente nada con ese regalo; los trabajadores tampoco. (3) Una vez que se apruebe la modificación constitucional, decretar que cualquiera puede hacer un puerto en el lugar donde lo estime conveniente. Vivo el perro y se acaba la rabia.
La concesión de los puertos sería una acción timorata que podría terminar como el Santamaría. Esta es la hora de los valientes, de las grandes decisiones. Don Pepe, hoy, se daría cuenta de eso y tomaría las tres acciones que propongo. Lo imagino diciendo: “Si la vas a hacer negra…”.