¿Hasta cuándo los habitantes de este país y quienes nos visitan podrán gozar, sin quebrantos ni sorpresas, de la libertad de tránsito, del derecho a desplazarse por las vías públicas sin caer en la trampa o en el chantaje de taxistas, autobuseros, traileros y, ahora, de los llamados porteadores, cada uno de los cuales, cuando les ha venido en gana, han utilizado las vías públicas para “defender” sus intereses, legítimos o ilegales, o para dirimir sus pleitos de facciones?
Esto es inaguantable. Y, aunque el recordatorio del Estado de derecho y del respeto a las personas sea objeto hoy de hilaridad, no se ha descubierto, hasta ahora, otra opción que la observancia de la ley para vivir y progresar ordenadamente en democracia y libertad. El orden público, concebido en la legislación administrativa, la policial y penal, como sinónimo de “convivencia ordenada, segura, pacífica y equilibrada” es mucho más que un tema de estudio. Es una disciplina necesaria para las relaciones sociales. Su inobservancia creciente en nuestro país, como dimensión de la aberración de la democracia callejera, ha sobrepasado todos los límites, en medio de la más amplia impunidad.
El Tránsito no sancionó, el martes pasado, a los “porteadores” ilegales por cuanto dejaron “un carril de paso disponible en cada sentido” o porque estaban en “la Circunvalación”, como tampoco a los taxistas, hace unas semanas, ya que estos solo avanzaban a 30 kms. por hora. En ambos casos, sin embargo, el caos fue total, esto es, el irrespeto a la gente fue total. Obviamente, en el caso de los “porteadores”, ocurrió lo esperado y previsible: cuatro diputados de la Comisión de Asuntos Jurídicos anunciaron su oposición a la reforma del Código de Comercio tendiente a prohibir el servicio privado de transporte de personas. ¡La razón de la calle! El interés público o el principio de legalidad, frente a la visión electoral, ¿serán piezas de museo?
La parte del transporte público correspondiente al servicio de taxis ha sido, por décadas, campo abonado para toda suerte de intereses. Uno de sus engendros, por la politiquería, la pésima gestión pública y el mal servicio, han sido los taxis piratas o “porteadores” ilegales. Su ilegalidad ha quedado documentada con creces en recientes resoluciones de la Sala Constitucional y de la Procuraduría General de la República. Además, a diferencia del servicio de taxis, legal, este tipo de porteo o servicio privado de taxis disfruta de una serie de privilegios, esto es, incumple un conjunto de normas y obligaciones que sí están a cargo de los taxis formales, algunas de las cuales, naturalmente, se refieren a la seguridad de los pasajeros.
Incurrirían los diputados en una grave aberración si interpretan la puja entre taxistas y “porteadores” como una cuestión de competencia. De ninguna manera. El problema de los taxis –que siguen amenazando con el tortuguismo– y, con más razón, la beligerancia de los “porteadores” constituyen la culminación lógica de un proceso de carencia de autoridad y de señorío del clientelismo político que está poniendo en peligro la propia seguridad del país. Como se sabe, existen intereses extranjeros en esta maraña y se ha denunciado que ya funcionan autobuses “porteadores” o piratas. No se trata tampoco del derecho a trabajar o a establecer una empresa, que nadie niega y que, por el contrario, merece reconocimiento y apoyo, sino de un asunto del más alto nivel político, por afectar el Estado de derecho y la seguridad ciudadana.
Si este problema taxis-“porteadores” no se resuelve ya, de una vez por todas, en el marco del derecho y del interés público, sin demagogia ni cálculo electoral, que tanto estimulan a ciertos diputados o fracciones, las consecuencias serán en extremo graves. Tras varias décadas de demagogia y corruptelas, la viceministra de Obras Públicas y Transportes, Viviana Martín, con el respaldo de la titular del MOPT, Karla González, y del Gobierno, ha asumido la responsabilidad de acometer la empresa de ordenamiento –legal, moral, administrativo, técnico– del transporte público. Es una labor compleja y una vieja herencia que pesa y angustia, un capítulo inaplazable en una historia de gestión pública desastrosa por años, que la actual administración debe limpiar y reescribir con autoridad, con visión y sin temor. En este, como en otros sectores administrativos, minados por la ineficiencia o la incapacidad, el interés político o privado no debe prevalecer sobre el interés público o los derechos de los habitantes.