Hoy, como hace 185 años, es el día de la patria. Así es formal e históricamente, aunque el estilo de vida de nuestros antepasados nos tienta a marchar más atrás pues, en verdad, aquel grupo de campesinos, en 1821, titubeó ante la noticia de la independencia porque, sabiéndose libre, se le vino encima, como Pedro sobre el agua, la otra gran dimensión del ser humano: su seguridad.
No se entretuvieron nuestros abuelos en discernir entre la libertad de acción, de voluntad o de razón, sino que pusieron manos a la obra. Recogieron el guante de la independencia, pero, de inmediato, se dedicaron a construir su seguridad –que, como sabemos, es disposición del ánimo y también técnica– por medio de la ley y de las instituciones para hacerle frente a uno de los enemigos más insidiosos del ser humano o de una sociedad: la incertidumbre. Suscribieron una póliza de seguro con el gobierno de las leyes: grandiosa decisión, visión singular, conjunción maravillosa de la virtud de la prudencia y el valor con un contrato basado en el cálculo y la solidaridad.
Y, si tenemos en cuenta que, unos años después, comenzaron a exportar café, esto es, a globalizarse, podemos aquilatar aún más su temple y su visión. Este conjunto de decisiones, en la pila bautismal de nuestra independencia, en la hora matinal de nuestra patria, trazó nuestro destino. Después vendría todo lo demás, cuya epopeya fue la Campaña Nacional, cuando la paz y la libertad y la seguridad se defendieron con sangre y con duelo y con armas. En fin, un núcleo de valores éticos que, conforme pasa el tiempo, más añoramos, ante el imperio de la cháchara, la corrupción y la ideología.
Sócrates se ufanaba de ser un ciudadano, no de Atenas o Grecia, sino del mundo (se globalizó de golpe y porrazo), y Aristóteles, utilitarista, dijo que la patria de cada hombre es el país donde mejor vive. Me quedo con José Martí: “La patria es dicha de todos, y dolor de todos, y cielo para todos, y no feudo ni capellanía de nadie”. Y, menos aún, mero instrumento de manipulación.
Y si esa es la patria, como lo es, una realidad íntima, un hogar de con-vivencia (de diálogo y trabajo mutuo) y no de coexistencia(de indiferencia u obligada cercanía) vale, en verdad, la pena acometer bravíamente la solución de sus problemas –los peores, el miedo y la corrupción moral y mental– y formar a nuestros niños y adolescentes precisamente en los principios y valores y decisiones de nuestros bisabuelos, donde está el ADN de nuestra patria.
Que así sea.